Agrupación de Cofradías de Antequera

Plantilla creada por Conexanet

(1985) D. Rafael Artacho López (Hijo) - El Pregón

 

PREGÓN

Excelentísimas y dignisimas Autoridades,

Ilustres representantes de la Agrupación de Cofradías,

Venerables Hermanos Cofrades,

Antequeranos todos,

Señoras y señores,

Amigos:

 

EN TAL DÍA COMO HOY.

 

Por un imponderado capricho de la epacta, en esta misma tarde de veintitrés de marzo, cúmplense, en fecha fiel y escrupulosa, trece años -marzos o abriles, que lo mismo da- del punto y hora en los que un ciudadano de Antequera levantaba su voz para lanzar, lo mismo que yo hoy, un pregón sin retorno, como todo pregón.

 

El pregonero aquel del veintitrés de marzo -año de mil novecientos setenta y dos- más que hablar de Antequera, más que anunciar un hecho, más que dar la noticia de lo que iba a ocurrir y acontecer, le mostraba a este pueblo -sin ningún aspaviento, sencilla y llanamente- la masa de la que él mismo estaba hecho. Argamasa de Plaza de Santiago, de Cuesta de Archidona y Puerta de Granada, él mismo era un pregón  de encrucijadas, donde el ir y el venir y el ayer y el mañana quedan dichos sin voces en el aire y gravados a fuego y a campanas en la memoria virgen de los niños.

 

Por eso, las imágenes, los tronos, los desfiles lanzados a los vientos por la mágica voz del pregonero, se cargaban, de pronto, de históricas nostalgias y nuevas vibraciones de sorpresa. Cada pequeña llama colgada a un candelabro, reflejada en el iris de una Virgen, tomaban de improviso los ojos de un amor o de una pena vividos hace ya cientos de años por otros antequeranos de ayer, cuya memoria sigue temblando hoy en la emoción de nuestra propia sangre. En el tono sin quiebra del viejo pregonero del setenta y dos, las calles de Antequera se tornaban en lugares de encuentro de otros hombres y tiempos ya pasados -los Aguilar, los Rojas, los Chacones-, forjadores de días que son hoy nuestros días y de estos hombres que somos hoy nosotros.

 

El viejo pregonero, señoras y señores, que un en día como hoy -a veintitrés de marzo- levantaba su voz, trece años hace, día por día, para echar su pregón, era mi padre.

 

Yo soy un pregonero ya de segunda generación. Mas aprendí del pregonero ausente que lo que va a venir ya ha sido antes. Que las palabras se las lleva el viento lo mismo que si fueran caprichosos vilanos sin raíces. Y que echar el pregón de lo que amamos es encontrar la masa  de los que estamos hechos y voltearla en el aire igual que una campana: masa en bronce de Paz y de Consuelo, de Esperanza y Dolores, Socorro y Soledad, Acera Alta y Portichuelo, Belén y Santa Eufemia, San Pedro y la Cruz Blanca, redobles reposados y vegas trepidantes, cera y clavel, horquilla y estandarte, y una saeta límpida en el cielo flagelando la noche, como un pregón de penas.

 

ECO QUE SE ADELANTA A LA PALABRA.

 

Porque habéis de saber, amigos de Antequera, que aquí ya no hacen falta pregoneros. Vosotros sois pregón. Esta tierra es pregón. Esta Semana Santa, paisaje de Antequera, ella misma es pregón. Hecho de contradicción y paradoja, igual que la palabra pregón y pregonero.

 

En los viejos arcanos de la lengua, pregonar significa “echar delante el eco”. Y pregón (Praeconium) no es otra cosa que el “eco que se adelanta” a la palabra dicha, como si antes las faldas de la Peña o en las quebradas de los Torcales oyérais repetir al eco vuestra voz mucho antes de que hubiérais pronunciado la palabra. Eso, ni más ni menos, es un pregón. Lo mismo que el aroma del vino generoso, apenas escanciado, se adelanta a la copa, anunciando el placer que al paladar le espera.

 

Y aquí ya no hace falta pregón ni pregonero, porque el eco de lo que yo quiero anunciaros se adelantó desesperadamente a mi carrera. Si yo grito: ¡Domingo de Ramos! un revuelo de palmas, de Hosannas, y de niños cantores, y de antiguos hebreos hace tiempo que se me adelantaron a ocuparos el alma al son de pollinica, con un eco más hondo y más vibrante que el que pudiera resonar en mi palabra. Si yo hablo del Rescate, mi palabra se queda rezagada y el eco de una arista de verdad y pobreza, que es ese enjuto Cristo Nazareno, ya se me adelantó. Si del Mayor Dolor quisiera hablaros, un eco de silencio ha corrido delante de mis voces y ha puesto un no sé qué de escalofrío, de fiebre de crisálida, que convierte en plegaria la noche antequerana... ¿Para qué un pregonero?. ¿Para qué mi pregón?.

 

Porque apenas se puede decir nada de pregones en esta patria mía. ¿Acaso no fue en el alma de estas tierras y en los paisajes vivos de estas gentes donde nació el pregón y la toná y el martinete y la saeta?. Primero cuentan los entendidos, fue el pregón: era el pregón un leve cantarcillo, del tiempo de las piedras más hondas que se descubren junto a Santa María, que nuestros antepasados visigodos semitonaban durante el Jueves Santo para contar consejas de la Biblia. Lo llamaban pregón, y era un modo de cantar de iglesia venido desde la orilla opuesta del Mediterráneo: la corte de Bizancio. Y el pregón -según los viejos libros- casó en Andalucía con la toná. Matrimonio de lo cristianos y lo pagano, ajuntía del refinamiento y el temperamento. Y pregón y toná tuvieron como hija a la saeta. Y la saeta dio a luz al martinete, y al tanguillo y a la soleá... y a esa entera, indescriptible familia de pregones que es el cante flamenco.

 

Si yo tuviera el cuajo de haceros un pregón como son los pregones de mi tierra, tendría que cantaroslo al estilo de aquí. Rompería las cuartillas y llamaría a voz en cuello a la saeta. Tan sólo la saeta es eco que se adelanta a la palabra. Cualquiera sea la esquina y la hora en que la oigáis, prestad allí atención, porque allí se está echando el verdadero pregón de la Semana Santa.

 

Y FUE LA PROCESIÓN ANTES QUE EL EVANGELIO.

 

Sabed, amigos míos, que fue la procesión antes que el Evangelio. Como el primer acorde de la guitarra bronca, que prepara la entrada de la voz, del mismo modo la procesión de la Semana Santa sonaba en la guitarra palestina cuando Dios carraspeaba para echar su pregón para decir al mundo su palabra.

 

No es éste ni un enigma ni una provocación con los que yo pretenda defender prioridades o enfrentar las potencias de los cristos o hacer chocar  espadas de vírgenes dolientes. Es, tan sólo, lo que la más reciente Exégesis nos cuenta acerca de las primeras narraciones evangélicas de la Pasión. Es de todos vosotros bien sabido cómo los Evangelios que hasta nosotros han llegado fueron escritos por Marcos y Mateo, por Lucas y por Juan, partiendo de relatos más antiguos que los discípulos habían ido contando por las Comunidades de Asia Menor y Palestina. Pues bien: los relatos mas viejos son los de la Pasión y  de la Gloria. Y cuentan los Exégetas (Dufour, Delhorme, Loohfinkc...) que el cañamazo sobre el que se construyeron estas narraciones fueron las plazas y las calles de la Jerusalén judía, con la Nueva Alianza recién estrenada. En afecto: los primeros conversos, judíos de la diáspora, subían cada año a Jerusalén para conmemorar la fiesta de la Pascua, al uso de la raza de Abrahan. Y coincidía la fiesta del Pesaq con el aniversario de la muerte de Jesús. Y de la “habitación alta” donde tuvo lugar la despedida, hasta el olivo “que está a un tiro de piedra” de la entrada del huerto, hasta “la puerta que los romanos llaman el Lithostrotos”, o el palacio de Herodes, o el mismísimo lugar de la calavera -donde lo crucificaron-, o el huerto repisado por cuya tumba pasó el cuerpo del Señor, se formaba un cortejo entre turístico y ritual, entre curioso y rememorativo, entre divertimento y procesión, en el que el experto guía del grupo repetía año tras año con empecinada fidelidad de testigo el relato de cuanto aquí o allí estuvo aconteciendo.

 

De este modo, de la madeja de la procesión se fue tejiendo, vuelta a vuelta, recodo tras recodo, por lo más angosto de la calle de la Amargura, la cadeneta del Evangelio, el encaje de la Palabra de Dios, la mantilla del Nuevo Testamento.

 

Por eso, cuando las calles de Antequera se visten de Jerusalén en Pascua; cuando de la diáspora de sus asuntos y sus casas acuden nuestras gentes al paso, al homenaje; cuando el río del pueblo se detiene, conteniendo el aliento, esperando los gritos del “Arriba”, está naciendo en Antequera, de nuevo, el Evangelio. ¡Esto es la procesión!. El momento primero de la Palabra de Dios; el acorde templado de la guitarra fiera que afina a Dios a hablar.

 

Y Dios comienza a hablar cuando, al reír de las primeras luces, los palios tiemblan en el aire del declinar del día. ¿Quién quiere un Evangelio, que ya está hablando Dios?. Tan sólo, que ha cambiado Palestina por esta rancia tierra. Que ha cambiado la guimmel o la Daleth, o el épsilon o el alfa por la vuelta a la calle Cantareros o al giro en la Negrita. Ya está un Evangelista tirando por el cabo de la idea. Ya acomete el capitulo primero, ese que empieza siempre en el principio. Ya escribe la mayúscula primera con el guión en plata del alma Cofradía. Con cera y oraciones va avanzando la Palabra divina por las cuartillas en blanco de las calles.

 

Y un hermanaco viejo lleva a cuestas el Evangelio de Antequera. Un Evangelio de mil quinientos kilos, como una cruz a cuestas. ¡Este es el Evangelio de mi pueblo!. No hay un antequerano que, igual que los discípulos de Pedro o de Santiago, antes de conocer que hay Evangelio, no haya aprendido que aquí es cuando le prenden, aquí cuando le azotan, aquí cuando le ayuda el Cirineo, aquí cuando se muere y aquí cuando se encuentra con su madre. También en Antequera es antes la procesión que el Evangelio.

 

EL EVANGELIO DEL DOLOR ENCARAMADO AL TRONO.

 

¡Y qué Evangelio el nuestro, señoras y señores!. ¡Qué Evangelio tan neto y tan genuino se escribe en Antequera cada año por la Semana Santa!. He dicho “en Antequera”. Porque, fuera de aquí, el Evangelio se queda escrito a medias en este septenario. En Antequera, no. En Antequera se escribe por completo: desde el alfa a la omega.

 

Otros pueblos -otras semanas santas que conozco-, tanto en Andalucía como en Castilla, escriben estos días un Evangelio de Dolor. Sus cristos y sus vírgenes recorren el angosto itinerario que va desde el Cenáculo o el Huerto de los Olivos hasta la cima del Calvario. Las calles de esos pueblos se convierten en la Semana Santa en calles de amargura por donde anda al dolor vestido de plegaria. En Antequera, no... Los Cristos de Salcillo o Juan de Mena, o las tremendas Dolorosas de Martínez Montañés avanzan sobre un paso. Así los llaman: pasos. Y van cubiertos hasta el suelo, para que nada de la tramoya humana que pone al Cristo en movimiento pretenda aparecer. Y el paso, en movimiento acompasado, muestra el cansino andar del condenado a muerte que, inexorablemente, avanza a cumplir su destino. Y el paso reproduce también el andar quedo -entre la vejación y la desesperanza- de la madre que pisa sobre el presentimiento de la muerte.

En la Semana Santas de Antequera no hay pasos sino tronos. Aquí nadie camina hacia la muerte: ni la Virgen ni el Cristo. Aquí es puro camino en triunfo. Al dolor de los cristos lo subimos a un trono para cantarle glorias de luces y claveles. Y las lágrimas de la Virgen dolorida reciben, sobre el trono, un cálido y larguísimo homenaje de terciopelo y oro. Los cristos y las vírgenes de la Semana Santa de Antequera no andan cabeceantes al paso de la muerte. Andan entronizados y gloriosos, con las cabezas de su dolor muy alto, exhibiendo sus méritos y heridas, como cuando los césares romanos -volviendo de campaña- hacían el triunfo en Roma.

 

Y nuestros hermanacos -portadores del trono- dan la cara. Porque ellos son el pueblo que sostiene los tronos. No se esconden debajo de su paso para dramatizar mejor la muerte. No cuchichean la herida de su espalda como entre bambalinas. No. Se muestran como son: con todo el artilugio de humano y de divino peleando. Porque aquí no hay ficción. Aquí se muestra un pueblo festejando un dolor que ya ha pasado y que se ha transformado en salvación y en gloria.

 

Puedo y quiero anunciaros que este año un último desfile cerrara nuestra Semana Santa: Aquél que reunirá a todas las cofradías antequeranas para acompañar a la imagen del Señor Resucitado, el Domingo de Pascua. Recuerdo de los tiempos de mi infancia un desfile similar, al que yo vi enfilar la calle Estepa, camino de la Iglesia de Santo Domingo. Y ver las armadillas, los hermanos mayores, maceros y guiones acompañando a un Cristo que a mí se me antojaba volandero, me daba la impresión -totalmente ateológica- de algo fuera de sitio. Compuestos y sin novia me parecía que iban desfilando. Es otra idea de la Semana Santa. Es como otro Evangelio más arameo, más sinóptico... Evangelio del antes y el después, del “primero murió” “para resucitar más adelante”. No es este el Evangelio de Antequera. El Evangelio escrito en nuestras calles es el Cuarto Evangelio, el Evangelio del Apóstol Juan. No hay en este Evangelio un antes y un después. Hay solo muerte y gloria en un único instante, indesdoblable, irrepetible. Los tronos en Antequera traducen con indecible fuerza plástica eso que San Juan llama “la hora de Jesús”. La hora de Jesús es un solo momento, un solo instante: aquel en que la muerte y la gloria se dan cita. Para el Evangelista que se autodetermina “el discípulo amado de Jesús”, este no ha de esperar al tercer día para obtener la palma de la gloria. Es en el mismo instante, en el mismo momento de su muerte, cuando Jesús empieza a ser “aquel que siempre está resucitado”. La muerte de Jesús no es un manto piadoso que le cierra los ojos; es la cortina abierta que descubre su gloria.

 

La hora de Jesús es el momento en que se cumple la Palabra: “Y cuando fuere levantado en alto atraeré a todos hacia mí”. Es el momento de la entronización. Cuando la muerte sube a lo alto de la silla gestatoria que la va a convertir en torre de aleluyas. ¡Arriba, muerte!. ¡Al trono!. ¡Que es tu hora!.

 

La hora de Jesús, la hora en que se escribe el misterio completo de la muerte y la gloria, la hora que pone tensas las miradas y a punto de saltar los Corazones, la hora en que comienza a escribirse el Evangelio en Antequera, es la hora en que, imitando la decisión de Padre de todos los destinos, el Hermano Mayor exclama ¡Aaahora!. Y el trono -muerte y gloria- se levanta hasta los delirantes hombros de la plaza, igual que se entroniza el Evangelio sobre el ambón solemne para que dé comienzo la lectura.

 

BASTANTE  MAS QUE VÍRGENES Y CRISTOS: SÍMBOLOS ANCESTRALES DE LA FERTILIDAD.

 

No existe ningún culto, ni ninguna liturgia, ni rito alguno, canónico o privado, que incite más el alma de este pueblo que la Semana Santa de sus calles y plazas.

 

Tenía que ser así. Porque tiene este rito que retorna a nosotros en cada primavera unas raíces tan ondas como la misma fuente de la tierra de la que estamos hechos. En el embrión de la Semana Santa, en el símbolo arcaico de la muerte y la vida que se alternan, hay un rito ancestral de la fertilidad: rito de recentales y pan sin levadura; ritos de fuego nuevo y de aguas bendecida; ritos procesionales con antorchas que festejan un tronco ardiente llamado a hacer de puente entre cielos y tierra. Culto a la tierra-madre. Homenaje a las fuerzas telúricas del mundo que hacen la maravilla de la germinación. Es la estructura religiosa humana en un estado puro. Por eso tiene fuerza. Por eso nos atrapa con más garra que los elaborados rituales de columnas de piedras y de incienso. Un Jesús enterrado, saliendo del sepulcro en un amanecer, es para los creyentes la clave de la Historia; pero es también el símbolo de la fertilidad de todo lo que muere.

 

Nuestros cristos son algo más que cristos. Son símbolos del hombre. Del hombre eterno que, apretando los dientes, se aferra con coraje a la mancera que trabajosamente avanza por la tierra, abriendo en ella el surco de la vida. Ese Mayor Dolor de Carvajal es algo más que un Cristo apaleado. Más de trescientos años hace ya que ese Cristo se arrodilló para coger su túnica y aún no lo ha conseguido. En esa frustración está su fuerza. Es el grano de trigo de la espera del hombre. ¿Y el Cristo tropezado y caído en el camino que sacan los Servitas, cuándo va a levantarse y echar de nuevo a andar?. Mas si hallara la mano que están solicitando sus ojos y su aliento, ya no sería ese Cristo. Debe quedarse así, tal como está, para ser arte y símbolo del destino del hombre que no encuentra, caído, otra mano tendida que la de ser él mismo. Y; ¿cuánto tiempo lleva el Cirineo con la Cruz en las manos sin saber que es de plata?. Es como la ignorancia del destino que aferramos con todas nuestras fuerzas. ¿Dónde fuera de aquí, se exhibe en triunfo al viejo Cristo Verde?. Un Cristo germinal, un Cristo junco, vara de nardo, hierba de trigo, árbol y cuerpo unidos - tronco y fruta- crecidos y talados a la vez como gemelos hijos del destino... Uno a uno, los cristos de Antequera nacieron de la Vega, y alma de este pueblo los talló con la gubia de su propio coraje hasta darles la forma de símbolo y de mito del eterno retorno.

 

Las vírgenes son algo más que  representaciones de la doliente Madre de Jesús. Nuestras vírgenes son la tierra-madre de los antiguos ritos de la fertilidad. Pensad, si no, en sus nombres. No son advocaciones que cantan especiales patronazgos. No son “la Dolorosa”. No existen dolorosas en la Semana Santa de Antequera. Si existen los Dolores, y la Consolación y la Esperanza, y la Paz, y el Consuelo, y el Socorro y la Soledad... Y eso no es otra cosa que la masa -el barro del alfarero- de que nos fabricó la tierra madre. La soledad del hombre es mucho más que el rostro de una virgen; y el dolor, y el consuelo, y la esperanza, y el socorro, y la paz... No son bellas imágenes talladas en madera con caras de mujer. Son la masa del alma y de la vida misma de los hombres, entronizadas y andando bajo palio.

 

Por eso, como en los viejos ritos de la fertilidad, se rompen las barreras que separan los recintos sagrados de los templos del espacio profano. Toda la tierra queda convertida en espacio sagrado. Toda  Antequera se transforma en templo con la estrella polar como linterna y los torcales como ojivas góticas. Toda la tierra es la madretierra. Alma Mater. Sagrada. No hay dentro y fuera. Ni detrás ni delante. Ni antes ni después. Es la fiesta total. Es la completa unión del cielo con la tierra. El instante perfecto que todo lo unifica. Al calor de estos símbolos, y mientras dura el rito, no hay ni derechas ni izquierdas. No hay señor ni criado. Ni jefe ni operario. Todos son los cofrades: túnica y cirio, mascarones sin rostro de alguna devoción o una promesa. En verdad, que vuelve a hacerse cierto el testimonio de lo que vieron los primeros creyentes: “Dios estaba en Jesús reconciliando al mundo”.

 

Cuando el mito se aleje del punto de retorno, mas allá del domingo de Pascua, los hombres volverán a sus faenas y las calles al trafico rodado. El templo será templo y la plaza templete de la vida. Ya se cerró el paréntesis de símbolos y orgía. Pero el hombre será entonces más hombre, y Antequera será más Antequera.

 

Por eso, al pensar en la fiesta de la Semana Santa, no digáis que es profano el Evangelio del pan multiplicado. No digáis que es ocioso el Evangelio que derrocha salud a manos llenas de milagro. No censuréis al Reino de los Cielos porque lo hayan comparado a una fiesta de bodas. Que no se esconda entre el remordimiento tanta copa de vino vergonzante como filtra la fiesta. Jamás a una plegaria le faltó su jugosa liberación. Jamás a un sacrificio le faltó su banquete y su festín. ¡Echad el regocijo a manos llenas por entre los blasones y libreas!. Si estalla la esperanza, reventarán de gozo los claveles.

 

UN LIBRO ABIERTO EN EL QUE CADA PÁRVULO ENCUENTRA SU LECCIÓN.

 

Concededme un minuto para que pueda hablaros más que como paisano, como experto en materia de enseñanza. Es una concesión a mi pedantería la que os estoy pidiendo. Ya lo sé. Pero no puedo callarme ante vosotros algo que os pertenece y que es tan vuestro, y a la vez tan mío, como un secreto compartido a voces.

 

En la Semana Santa, toda Antequera se convierte en cátedra que inaugura su curso de lecciones sobre todo lo humano y lo divino. Y cada Cofradía -a la manera de un profesor antiguo y sabio- va desplegando el pliego donde se esconde la gran sabiduría. Ha sido en este libro incomparable donde hemos aprendido cuanto de antequerano alienta en nuestra vida. Esta Semana Santa es un libro de historia. Es el único libro donde vuelve a escribirse -cada año- la historia, la vieja historia de este pueblo. Y es una historia viva donde -de vez en cuando- nuevas generaciones agregan nuevas páginas al desfile de hechos memorables que, rozagantes, pasan ante los ojos de los antequeranos. Y es un libro de arte y de poesía esta Semana Santa desplegada por las templadas calles de Antequera.

 

Un arte antiguo y nuevo, como la buena música: antiguos los tallistas, las viejas partituras de madera, y nuevos cada año los intérpretes. Y es un libro de números que apuntan siempre el más, cada año algo más: a la superación, al infinito. Y es un libro de reiterada Geografía, de líneas bien trazadas marcando itinerarios y frenéticas cotas que señalan las vegas... ¡Cuando Antequera se convierta en cátedra y la Semana Santa en una Enciclopedia de sí misma!.

 

Pero Antequera y su Semana Santa es cátedra y es libro de enseñanzas de fe. Aquí la religión no se reviste de formas coercitivas, ni la fe se camufla de doctrinal gendarmería ni se trueca en salario para traidores de su propia libertad. Aquí la religión es una oferta de símbolo y belleza, reclamo para el hombre, liberación festiva de su energía interior encadenada por todo el engranaje del quehacer cotidiano. Aquí la Redención es redención y no tan sólo un dogma o una pura palabra de sermones. La enseñanza es aquí participada, activa. Quién, pone sus espaldas; quién sus lágrimas; quién, sus manos portando un estandarte o un hachón encendido; quién pone sus emociones y sus vivas y quién hace de pueblo que construye su drama. Hay tarea para todos. La verdad religiosa convive con el arte, con la ciencia, con el verso y la prosa... Fe y cultura siguen formando el todo de la conciencia de este pueblo en el desfile de la Semana Santa.

 

En este libro abierto delante del maestro, viejo Papabellotas, cada párvulo encuentra la lección que está necesitando. Cada enseñanza se adapta exactamente a la medida del alma a la que llega. Para el niño pequeño, la lección es un juego de luces, de tambores, de objetos que se mueven con inqueda armonía. Anécdotas y flores. Lección de algarabía y cachivaches, formando un universo de fiesta y primavera. Aún no existe el concepto. Son sólo sensaciones que invaden los sentidos, estremeciendo el alma con el sabor a leche de los pechos de la madre tierra.

 

Para el niño que apenas balbucea, lo que le enseña el libro de la Semana Santa son los nombres de todo lo que tiene movimiento delante de sus ojos. Al niño de los tres o cuatro años decidle como se llama cada cosa: esto se llama “trono”; este es “Jesús en la oración del huerto”; aquí le han azotado en la columna; esta es la “pollinica”, a ese Cristo grandote la llaman “de la misericordia”; a este otro le llaman “Dulce Nombre”..., “las palmas”, “los guiones”, “el Hermano mayor”, “el capirucho”, “el palio”... La fe del niño chico son los nombres de cuento tiene movimiento o acción.

 

Pero, además del nombre, cada trono representa una historia: la de la entrada en triunfo por las poternas de Jerusalén, la del sudor de sangre en la oración del huerto, la historia de los cuarenta azotes menos uno, la del buen Cirineo, la de las tres caídas, o las siete palabras, o la del mundo abierto en cien pedazos cuando muere la vida. Un festival de historia es la Semana Santa de Antequera para el niño que aún piensa con las formas del mito y la leyenda. Por eso, cuando el niño ronda los cinco o seis años, el libro de la Semana Santa le cuenta las historias más bellas de este mundo. Para los cinco años, la fe no es otra cosa que un mundo de bellísimas historias.

 

A partir de los siete, los niños juegan a lo que los adultos son y hacen. Los que pertenecéis a mi generación y a las generaciones anteriores, recordareis nuestras semanas santas chiquititas  o las cruces de mayo, tronos confeccionados con toda el alma niña a la medida de nuestra fragilidad, que hacíamos desfilar por los quinientos metros de nuestra breve autonomía, igual que lo habían hecho los mayores tan sólo unos días antes. Nuestros tronos de niños, papel de policías y ladrones cambiado por el juego al hermano mayor, al hermanaco, al paso y a la vega. Igual que los mayores. Porque la fe del niño en esta etapa de la heteronomía es un juego que imita a los adultos: aspiración sacramental a ser cofrade, a llevar una túnica y un cirio y jugar a la fe de los mayores. La erección, en su tiempo -en mis tiempos de niño-, de la Cofradía de la Pollinica, representó para los niños de Antequera la creación de una escuela de fe y de religión a su medida: la medida del juego a ser cofrade.

 

Hay una religión, hay una fe que no es la del concepto ni la idea, que es la fe que transmite esta Semana Santa. Para el niño de diez o doce años, la fe es símbolo vivo. La fe del simbolismo. Las imágenes de la Semana Santa son símbolos que guardan la historia de la fe y la historia de un pueblo en un único signo. El Cristo de la Sangre no sólo va contando por la calle, a lomos de estudiantes, la historia del camino del calvario, sino que también lleva en esa inmensa cruz que carga a cuestas la historia antequerana del comienzo, el cordón franciscano de San Zoilo y los antiguos reales del Infante en aquel disputar de malos vecindones que fue la Reconquista. Cada talla, cada imagen, cada paso inmediato del desfile, cada falda, pendón, o gallardete, o barra de estandarte, guarda historias lejanas de Dios y de los hombres peleando por la vida sobre este viejo mapa de Antequera. Que lo aprendan los niños en los albores de la preadolescencia.

 

Luego vendrá el dolor y los conceptos, la vida como es. Y la Semana Santa seguirá siendo el empolvado libro de cuando éramos niños, que se abre cada año para aprender en él -como un recuerdo- lo que nos hizo vivir la eternidad palpable de la infancia, cuando la fe era puro gesto de alegría.

 

EN DONDE EL PREGONERO SE DESPIDE DE LA COFRADIA.

 

Cuando pasa la fiesta, queda la Cofradía. Colgando en los balcones restan aún  los lánguidos jirones de redoble y saeta de la fiesta. Y, en el suelo, una gota de cera recuerda una plegaria. Ya se apagó el pregón; pero ese fuego de claveles y voces ordenadas, de imágenes y símbolos, de ritos de  ascentrales resonancias, ese fuego sagrado que ha ido prendiendo el alma al paso por las calles de Antequera, vuelve al vaso de cada Cofradía. Igual que las vestales de los templos antiguos, las Cofradías vigilarán el fuego para que no se apague hasta la primavera.

 

Mas no penséis que nuestras cofradías son los guardias de un templo adormilado que sólo de año en año se sacude de su pereza estética. No penséis en ociosos contertulios que ven pasar el tiempo con caras embobadas.

 

Como una rebelión contra lo establecido nació la Cofradía. Cuando, antes del Concilio tridentino, Roma no respondía a la necesidad de una Reforma urgente, los hermanos Hussitas alzaron la bandera de la renovación... Llamáronse Irmandiños aquellos campesinos que, en Galicia, decidieron alzarse contra los arzobispos y los reyes que los administraban en miserias. Fratrias en Valencia, en tiempos más recientes. Hermanos, Irmandiños, fratrias, cofradías. En cofradías de paz se constituían los labriegos y artesanos en los tiempos más prósperos. Con dos finalidades: asistencial y religiosa. Y fue la Cofradía una mutualidad de auxilio ciudadano y un ámbito sagrado para expresar la fe.

 

Si, en la Semana Santa, sale a luz cada año, honda y bella, el alma de Antequera, es gracias a que las viejas cofradías proyectan cada día, quedamente, sin ninguna alharaca, lo mismo que artesanos de otros tiempos, la esencia del ser antequerano traducida en pregón, en estandarte, en música y en trono, en luces y claveles.

 

Yo, como pregonero que circula de paso, quiero daros las gracias, mis amigos cofrades. Cuantos, por la necesidad, nos encontramos lejos de Antequera, vivimos confiados en que hay alguien custodiando el tesoro de vida y de esperanza de que se hacen los hombres de este pueblo, y el diamante del brillo que sus mujeres llevan en la pupila.

 

Quiero daros las gracias, porque vuestro pregón de cada día, de cada trono puesto en pie, llega mucho más lejos que mis voces a llamar a la puerta del corazón de los que estamos lejos...

 

Quiero daros las gracias a quienes abristeis el oído a mis palabras, a quienes la llamasteis, a quienes me animasteis a decirlas, a quienes, como dicen en mi tierra, acudisteis aquí para dar vuestro cuarto al pregonero.

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