Agrupación de Cofradías de Antequera

Plantilla creada por Conexanet

(1983) D. José Ruiz Sánchez

 

Cartel  de Francisco Duran

 


 

PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE ANTEQUERA

 

 

PRONUNCIADO EN LA IGLESIA DE SAN JUAN DE DIOS

EN LA NOCHE DEL VIERNES DÍA 18 DE MARZO DE 1.983

 

POR

 

 

 

D. JOSÉ RUIZ SÁNCHEZ

 


 

Datos biográficos de D. José Ruiz Sánchez

 

Don José Ruiz Sánchez es miembro de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo, escritor y poeta perteneciente al grupo “Caracola” y a otros movimientos poéticos de Málaga.

 

Ha publicado numerosas obras, con las que ha obtenido numerosos premios en Málaga, León, Burgos,  Sevilla, Madrid, etc.; habiendo participado en diversos certámenes poéticos y literarios. Pertenece al Grupo de Teatro Greco Latino ARA que dirige Doña Angeles Rubio Argüelles. A esta faceta de escritor añadiremos su actividad pictórica, llegando a exponer sus pinturas, acuarelas y dibujos e incluso llegando a ilustrar obras literarias.

 

Su actividad cofradiera, está vinculada a la Real Archicofradía del Dulce Nombre de Jesús y María Santísima de la Esperanza de nuestra capital.

 


 

PREGÓN

 

Qué aviso de primavera

cuando esta Semana Santa

de vuelta

por Antequera

 

Y el tiempo, falsa historia de algo que permanece mientras nosotros pasamos, trae señales de concilio y asombro. La cera arde lentamente y, a veces, se ondula y se enreda despacio, despacio, con la brisa que la noche saca de sus serenidades. Y Dios se pone de puntillas y deja caer la buena noticia de la historia de la esperanza.

 

Y estamos en Antequera; es decir, estamos en Andalucía; es decir, estamos en la tierra de María Santísima. Y ya está dicho el sitio y el aliento, el reguero de la luz y la sombra del misterio.

 

Y estamos en Antequera,

color de Semana Santa

por dentro,

blanco por fuera.

 

Y está es la tierra de un pueblo sin límites históricos, asombrosamente vertical, que ya está en pie desde siempre, que canta y que sueña desde la sangre caliente de la vida. Y esta sabiduría, sencilla, andadora a través de su crónica, es la clave de una interpretación única, valerosa, corpórea, humanística y tensa de la Pasión. No estamos equivocados; estamos rezando por clarines y trompetas, por martinetes o seguiriyas, contra el tiempo y la muerte, con la cera que tiembla rezando, con los ojos que miran contra la indiferencia y la oscuridad. Y Dios con todos, y nosotros cantando.

 

¿Cuándo ha perdido Dios algún envite del alma?. Él sabe los caminos y nosotros la resurrección. Nuestra tristeza es puerta de la esperanza. Los ojos del conocimiento ven a través del corazón hacia un inmediato futuro de hosannas jubilosas, de relojes parados siempre en una sonrisa, con un eco de campanas al vuelo que nos corren por dentro, nuestra tristeza es puerta de la esperanza. Y no hay nadie ya que pueda cerrarla por que está abierta por Él desde hace dos mil años, en la primera Semana Santa de la Tierra.

 

Una blanca vía luminosa de un rosario de felices advocaciones; Consolación y Esperanza, Vera Cruz, Piedad, Mayor Dolor, Consuelo, Dolores, Paz y Socorro. Y Dios con todos, y la gente a la calle.

 

Y el nombre de María

que cinco letras tiene,

un millón de apellidos

de Dios contiene.

 

Bajo la bóveda celeste -no quiso el Nazareno otro techo-, se ha dicho la única verdad válida del mundo. No hubo otras paredes ni otro recinto; sólo el aire, sólo el comunitario resumen de los pasos y los encuentros; sólo el aire y la tierra, los senderos y la aventura del hombre. Sólo ese templo.

 

Y Jesús y María, vuelven a esa encrucijada, de nuevo, cada año, afuera, buscándonos allí donde pasamos, lejos de las murallas de la desolación, lejos de las soledades habitadas, en cada rincón que cruza y repasa la medida de la talla del hombre.

 

Y estamos en Antequera, y estoy aquí con vosotros, y quisiera dejar constancia de que me siento honrado con la amable invitación que se me hizo para ocupar esta tribuna. Y saludo desde aquí a las excelentísimas autoridades y a mis compañeros de hermandades de esta ciudad, y a todos vosotros amigos conocidos o no conocidos y que lo sois ya con vuestra presencia cercana u oyente.

 

Ha habido razones de amistad y malagueñismo, de emocionada cercanía, de afinidades. Porque yo soy también “semanasantero”, en activo, de por dentro de estos quehaceres cofradieros, porque llevo -debo llevar- cuarenta y dos años de mi vida acudiendo a una cita entrañable en la noche de un Jueves Santo cercano, porque sé como pesa un capirote después de seis horas sobre las sienes. Cómo, a veces, la brisa de la madrugada se posa y traspasa la túnica con un leve escalofrío muy antiguo, cómo huele la cera junto a los claveles, cómo tintinea el palio tras de mí, cómo puedo volver el rostro y ver el de María Santísima, allí, entre la candelería, rutilante, nave iluminada.

 

Porque llevo hace dos años a mi nieto, junto a mí, para darle el relevo que a mí me dieron. Porque ésta es una historia apasionada de generaciones, porque os entiendo y sé por qué estáis aquí, y estoy yo. Porque nos iremos y se quedaran los tambores redoblando, porque ésta es una historia tan larga como la historia de Dios Nuestro Hermano. Y esto, pasa en la calle, y arriba los corazones.

 

Porque estamos en Antequera

y que salga

la solanera de Dios

por donde quiera.

 

Somos herederos de la tradición del mundo grecolatino y mediterráneo, hemos aprendido con palabras y símbolos que han nacido en esas latitudes, afortunadamente diría yo, a la hora de una música eterna que nace de esas aguas. Las cuentas de la historia están muy claras y no han parado de pasar por aquí con un rumor de cálidas lluvias ya venidas. Y nos vamos a la calle porque somos herederos del ágora helénica y la calle es algo más que un camino, o una vía, o un ir y venir de cosas y de afanes, la calle es un coloquio y un paseo, es empezar los afectos, las ilusiones y la vida, es recinto y es ámbito, parada y fonda. Y la calle es, de pronto, algo más, y estamos en Antequera, y se hace templo y vigilia, oración y destino. Y la cera arde despacio, despacio y, lentamente, tirita de gozo en encajes de bolillo, y pinta sombras de ángeles por la cal y las esquinas, y le pone telegramas de Dios a la rosa de los vientos.

 

Y estamos en Antequera, secreta noticia de la tierra hecha de galeones callados, potestades de noches casi marineras donde el verdor ensaya lejanías y reliquias, sueño de navegar cosechas,  y se aúpa en los campanarios, recoge el misterio celeste y lo levanta, se los pone en los hombros y se lo lleva a los puertos del Espíritu Santo: “A la Vega”.

 

Qué misterio de calles que se despiertan de un asalto inmutable, esquinas infinitas, camino de cumbres, provisión de sorpresas: “A la vega”.

 

Y vamos a la vega,

como si fuera

un papel de Manila

Dios y su Madre

por Antequera.

 

Y no decimos; empezaron a brotar los naranjos de azahares, o parece que llega la primavera. Decimos; huele a Semana Santa y, con ello, decimos todo lo demás.

 

Y el aire parece como si fuera un tanto menos breve, como si alguien hubiera añadido un componente más de gracia y de hondura, algo que resbalara en el rostro más despacio y se detuviera con los nombres del campo y de la tierra, como si una mano de niña meciera la cuna cálida de un sol nuevo y distinto.

 

Y llega. Y estamos en Antequera, y estalla la Semana Mayor de Jesús y María, y se destapan los tarros de un perfume de siglos, y huele a Semana Santa, y aturde.

 

Y nos ponemos a buscar los guantes blancos perdidos que están, vaya por Dios, por fin, en el cajón de los calcetines, y los calcetines negros, vaya por Dios, en las botas de la chica mayor, y los imperdibles para la mantilla que, vaya hombre, hay que comprarlos de nuevo cada año. Y se trastorna una jerarquía de valores cotidianos, y se rompe la rutina del tiempo, y sale la vida y se pone de frente. Y estamos en Antequera. Y Dios con todos y la gente a la calle.

 

Y se puede decir teología desde las manos de un imaginero, desde la forma que arrancara la madera. Y allí se queda la mirada de Dios, su voz a través de su gesto, y el gesto a través de su paso.

 

Y hay que levantarlos, y auparlo, y encenderlo, y explicarlo a los vientos y ponerle la vida del tiempo infinito; ponérsela como un ascua, como un faro.

 

Esa mirada que va hablando el mejor pregón del mundo y por sus cuatro costados, gobernadora del timón de los desamparados.

 

Donde se diera y parara

tanta palabra callando,

tanta la gente entendiendo

tan serenísimo encargo.

 

Y el tiempo, esa falsa historia de algo que permanece mientras nosotros pasamos, trae señales de concilio y de asombro.

 

Cuando ya se acercaba (a Jerusalén) en la bajada del monte de los Olivos, los discípulos en masa, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos, por todos los milagros que habían visto, diciendo:

 

¡Bendito el que viene como rey en el nombre del Señor!.  Del cielo paz y a Dios gloria.

 

De entre la gente, unos fariseos le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos. Él replicó: Os digo que si estos se callan, gritarán las piedras” San Lucas, 19, 37 al 40.

 

Y a las tres de la tarde, si regresamos con retraso a casa el Domingo de Ramos, algunos niños caminan ya hacia San Agustín. No han podido esperar mas, para ellos, los relojes, han ido muy despacio esa mañana, con la mirada, con el corazón, ilusionados, han querido empujar las manecillas. Han ido acudiendo, una tras otra, uno tras otro, trajes de hebrea, túnicas y capirotes rojos, palmas y olivos. Las cinco de la tarde, suenan los primeros redobles de los tambores, las primeras trompetas asaltan con gozo los oficios del aire.

 

Jesús entra en Jerusalén.

 

“Os digo que si estos se callan, gritarán las piedras”. No hizo falta ese milagro, las piedras siguen calladas desde entonces.

 

María, Nuestra Señora de la Consolación y Esperanza, nos ofrece el prodigio de la espera. Es un rostro sereno que abarca el horizonte hasta el último rincón de cada sueño. Centinela de gracia. Trasluz de atardeceres de un sol sin prisa. Capitana de la nave del puerto seguro. Espejo de arcángeles pequeños. Consolación de las lágrimas.

 

Y estamos en Antequera, y la Cofradía de la “Pollinica” abre la puerta grande de Dios.

 

Verde sol por olivares,

palmas doradas,

que en Antequera las piedras

siguen calladas.

 

Los sumos sacerdotes le dijeron a Pilato: No dejes escrito “El rey de los judíos”; pon “este dijo que era el rey de los judíos”.

 

Pilato contesto: Lo escrito, escrito está.    San Juan. 19. 21 y 22.

Un clamor no sonoro, de siglos, aletea por los remansos de San Francisco, Real convento de San Zoilo. Abrazo de lo antiguo y lo joven. Del aire sí y el aire no del corazón que vuelve.

 

Y el Cristo Verde, Lunes Santo, tormenta callada sobre el pecho, fulgor de relámpago llovido. La ola rota de la vida en las ojeras. El Rey de los Judíos; que nadie borre ese letrero.

 

Y el Cristo de la Sangre, Nazareno, pasó de la cruz puesta al futuro, por delante de Dios, diciendo el peso.

 

Y María Santísima de la Vera Cruz, bajo un palio grande, total y celeste. Y un “Gaudeamus Igitur” solemnísimo, ceremonia de un viento nuevo siempre, iluminado, que envuelve al cortejo, al paso lento, majestuoso; los que un día harán cátedra de Ti, te acompañan.

 

Y lo escrito, se quedó escrito. Y lo andado un Lunes grande, andado se queda.

 

Te llevan de noche y luna,

color del alma del campo.

Vida nueva, paso eterno,

Cristo Vede, Lunes Santo.

 

“Si sueltas a ese, no eres amigo del César. Al oír estas palabras, Pilato sacó fuera a Jesús y lo sentó en el tribunal”.      San Juan. 19, 12 y 13.

 

He ahí una razón para crucificar a un hombre. Y las palabras resuenan en los oídos del Hijo de Dios. Se han quedado tras los ojos del Nazareno Rescatado, que nos mira más allá del tiempo y de nosotros. Son ojos que vuelven a una de eternidad y hacia ella caminan.

 

Y la luz abierta de la Cruz Blanca, dejará que ese dulce destello se delate camino de la tarde antequerana del Martes Santo. Ante Él, un bullicio severo de mantillas hace profesión de fe y compañía, quite a la brisa, auras nocturna, seda doliente.

 

La mirada del Rescatado reposa ahora en un mar de blondas oferentes, porque la mantilla es una oración por antequeranas, un estilo de ser ciencia clara y femenina del sur, estética pura, presencia respetuosa.

 

Qué maravilla

que el Martes Santo,

en vez de los vaqueros

lleves mantilla.

 

Y la Piedad, cara morena, dolor de Andalucía, los ojos como noches, las manos como palomas, María de la Serenidad, que estamos en Antequera, la Piedad en la calle, las estrellas, una a una, se van colgado del ocaso de la tarde para verla otra vez de un azul del fondo de los cielos.

 

“Vosotros estaréis tristes, pero vuestra pena acabará en alegría”.

San Juan. 16. 20.

 

Y el ángel de los vientos antequeranos, de negro y oro, en lo alto, plaza de San Sebastián; Miércoles Santo.

 

Nunca estuvo Jesús tan solo, Cristo del Mayor Dolor, nunca estuvo Dios tan solo.

 

En el Sanedrín, a alguien se le quebró en los ojos un silencio conmovido. En la voz de Pilato, flotó alguna palabra no hostil. Hasta en la cruz, los suyos acunaron su tragedia. Aquí no, entre sayones y verdugos, entre la soldadesca romana, no, aquí estuvo solo.

 

Pero estamos en Antequera, y esa soledad se rompe, se inunda de compañía, se deshace en un cáliz ferviente, se transforma el dolor, se hace vigilia enamorada.

 

Y el Mayor Dolor de María, contenido, absorto, con la infinita calma de quien sabe el milagro, milagro de corazones, calvario estremecido, lucero de la noche callada.

 

Dolor de Dios en la torre

que está rezando

el ángel de los vientos

antequeranos.

 

“Y dijo el buen ladrón: Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu reino. Jesús le dijo: Yo te aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso”. San Lucas. 23, 42 y 43.

 

Una vez cuando Jesús les preguntó a sus discípulos que harían, porque alguno de sus acompañantes se habían ido, Pedro le contesto: Y donde quieres que vayamos si sólo Tú tienes palabras de vida eterna.

 

Por la misericordia al consuelo. Iglesia de San Pedro, Jueves Mayor del año, tarde de gloria, noche de sombras. El sol es un camino del amor a la oscuridad. Y allá en los altos de ese camino, una luz; el Cristo de la Misericordia.

 

Hay que mirarlo despacio, hay que mirarlo con los ojos parados, y hay que volver a mirarlo; paciencia de Jesús desde la muerte, el rostro reclinado, la suerte deshecha y recompuesta de la historia del hombre.

 

Y estamos en Antequera y María es el Consuelo, y brota el rojo vivo de la llama de Dios entre sus manos, Rocío de la noche que alivia, Reina de los apenados, Cobijo de las tristezas; Santa María del Consuelo eterno.

 

Baja y sube y a la vega

que Dios está perdonando,

y la Virgen del Consuelo

lo va cantando.

 

“Le dice Tomás, Señor, no sabemos a donde vas, ¿cómo podemos saber el camino?. Le dice Jesús: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. San Juan. 14. 5 y 6.

 

Y el camino delante de Él, arado por los siglos, labrador de verdades. Desde la Iglesia de Belén, camino largo. Bajo la Cruz de la esperanza, camino nuestro. Y Antequera le sigue, le rodea y le proclama, noche del Jueves Santo con los siervos de María.

 

Cuesta la de Archidona, suben y bajan la vega los siervos de la Madre de Dios. Para tres siglos subiendo y los mismos siglos bajando, morado y blanco. Y el cielo de azul marino mece la cimbra del palio. María de los Servitas, lirio de pena encendido y en el alma traspasado, silencios oracionales, quieta la noche sola, una calle larga, larga, seguida, hasta siempre, la calle hasta las banderas, hasta los sueños inmóviles, la calle sin sitio, llena, que no falte nadie; María sola y pasando.

 

De Belén al Calvario

pasito a paso.

Qué camino tan corto María

y ahora tan largo.

 

“Jesús que sabia lo que iba a suceder, se adelanta y les pregunta: ¿A quien buscáis?. Le contestaron: A Jesús Nazareno. Díceles: Yo soy”. San Juan. 18, 4 y 5.

 

Este es el Nombre y esta es la Cofradía de Abajo. Y estamos en Antequera, y a mayor gloria de Dios, en Viernes Santo. La calle es un prodigio, se ha ido poniendo lejana la tarde, malva y doliente, con el candor de los pájaros. El alma colectiva del pueblo como una sola voz y solo crucero y un solo abrazo. Dulce  Nombre  de Jesús Nazareno del Paso. Este es su paso. Nos busca con la mirada, no es posible eludirla, por cualquier rincón le pertenece, cualquier recoveco del alma le llega, cualquier hilo de la vida. Su paso por nuestro paso.

 

Dulce Nombre de Jesús,

Nazareno antequerano.

A la vega de Dios Padre

que es noche del Viernes Santo.

 

Y la Paz. El cielo y la calma, de perfil y de llanto. A la Vega volando. Peso leve, qué milagro. Y el que no entienda, que venga aquí y que se entere; es cosa de antequeranos.

 

“Desde la hora sexta la oscuridad cayó sobre toda la tierra hasta la hora nona”. San Juan. 27. 48.

 

Jerusalén, Jerusalén, así te digan, sitio del monumento hora la del Calvario. Iglesia de Santa María de Jesús.

Arriba la Cruz y el oficio de Dios. Arriba es la Cofradía. A la Vega arriba y en Jerusalén ahora de nuevas tierras de olivos y de naranjos.

 

Y este blanco, este blanco y azul, este morado. Hay que bordarlo de nuevo, año tras año, sudando arriba la vega “los hermanacos”. Hay un recado de Dios, y lo entiende la gente, que sale a la calle, y se junta y anima, y se pone del color de Antequera, Jerusalén, Jerusalén. Cruz y Calvario.

 

Y el Socorro de María, Camarín de jilgueros, yeserías de los ángeles. Este blanco, este blanco y azul de la calle, este azuliblanco volando. Pájaros y campanillas, soles, platas, relicarios. Arriba Socorro, arriba. Y el pueblo muerto y vivo, solo y ancho, junto y alto, mar hacia una playa de montes. De sí mismo subiendo. María la del Socorro, quien no te ha visto de sueño, quieta, llorando, no sabe lo que es un puro milagro de unas manos apretadas para dar auxilios largos.

 

Socorro tiene por lema,

nunca lo hubiera tan claro,

ni andaluza de más porte,

ni más soledad reinando.

 

Después, el Santo Entierro al filo de la madrugada del sábado. Y no es el regreso yacente de un héroe caído, de ninguna batalla derrotado. No va el recuerdo de un filosofo o de un hombre ilusionante, es el principio de la victoria sobre la muerte, es un Dios de la vida enamorado.

 

Y aquí se acaba la historia de un año y empieza la historia de un año. Se han quedado las calles solas. La calle Estepa velando el tránsito del Hijo del Hombre. El reguero de la cera caída sobre el asfalto, gota a gota, testimonio de fe, fundida la amargura. El eco de una saeta aun rondando, trasparente ya, cristalería del canto, estrella de la garganta; la calle Estepa velando.

 

Y es Sábado Santo y mañana, mañana será otro día o será otro año. Y se queda una cierta melancolía, los días pasados, unas veces breves, otras veces largos, dejan un leve peso de despedidas, aprietan sin daño no se sabe que escondidos calvarios. No se sabe, no se sabe, pero aquí se van despacio.

 

Pero algo parece como perdido y hay que encontrarlo volviendo a la tarea de este trabajo de terciopelos y tulipas, de claveles, de resoles, de ensoñados. La mantilla se guarda amorosamente hasta la próxima Semana Santa. En ocasiones, parece como si por algún rincón de Antequera redoblaran otra vez los tambores. No, no es eso, es que se han metido en los oídos, o más dentro aun. Las “armadillas”, los niños campanilleros, los “hermanacos”, se quedan por filmes del alma. Las campanas luego repicarán a gloria.

 

“Vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza acabará en alegría”

 

Y lo sabemos, y Antequera lo sabe, y lo sabía, y no lo ha olvidado nunca. No puede evitarlo, lo sabe, lo sabe siempre, se le nota en las calles, en los palios que se mecen, en el incienso, en los ojos de los niños muy abiertos; en un pueblo que reza cantando y saliendo y aupando a lo suyo.

 

Y este pregonero quiere dejar constancia pública de que nunca dimitirá de este oficio, desde ahora mismo. Se ha quedado prendido en la magia alborozada e íntima de esta ciudad sin ausencias. Y cuando la ocasión y el sitio lo requieran, se pondrá ese título en la palabra y dirá donde sea de estas cosas vuestras.

 

Y el tiempo, esa falsa historia de algo que permanece mientras nosotros pasamos, ha dejado señales de concilio y de asombro, se ha roto en mil pedazos, hombre a hombre, año tras año, un siglo tras otro siglo, recibiendo a la Vida, a la Verdad y al Camino, resucitada, resucitando.

Y aquí no ha pasado nada porque está siempre pasando. Antequera de las torres y de los campanarios, nombre de mujer bonita. Y Dios con todos, y el tiempo a su casa, que aquí no pasa, no pasa.

 

Antequera del alma

a la vega del tiempo,

hasta siempre te dice

tu pregonero.

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