Agrupación de Cofradías de Antequera

Plantilla creada por Conexanet

(1979) D. Juan Manuel Moreno García

 

Cartel  de Francisco Duran

 


PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE ANTEQUERA

 

 

PRONUNCIADO EN LA IGLESIA DE NUESTRA SEÑORA DE LOS REMEDIOS

LA NOCHE DEL SÁBADO DÍA 7 DE ABRIL DE 1.979

 

POR

 

 

D. JUAN MANUEL MORENO GARCÍA.

 


Datos biográficos  de D. Juan Manuel Moreno García

D. Juan Manuel Moreno García, nace en Granada. Cursa sus estudios de enseñanza primaria y bachillerato en el Colegio de la Inmaculada de los Hermanos Maristas; realiza después sus estudios de Filosofía y Letras (Sección de Pedagogía) en la Universidad Complutense de Madrid, obteniendo el Título de Licenciado en Pedagogía con la clasificación de Sobresaliente y Premio Extraordinario.

 

En 1.960 consigue la Cátedra de Pedagogía de la Escuela Normal de Magisterio de Valladolid con el número uno de la oposición. En 1.963 oposita de nuevo a la Cátedra de Pedagogía de la Escuela Normal de Magisterio de Madrid, plaza que consigue también con el número uno de su oposición, y en la que ha formado a las jóvenes generaciones de enseñantes españoles.

 

Desde el 1.964 al 1.969 dirige el Centro de Documentación y Orientación Didáctica de Enseñanza Primaria, órgano de estudio y asesoramiento pedagógico del Ministerio de Educación y Ciencia. Durante este periodo redacta para la enseñanza primaria española los Cuestionarios y Niveles de 1.964, los prototipos de las Pruebas de Promoción Escolar de 1.966 y los modelos de Programas Escolares de 1.968, realizaciones que contribuyeron a mejorar el estado formal de la enseñanza primaria en nuestro país. Profesor de Organización Escolar en la Complutense de Madrid, Vicesecretario del Instituto de Pedagogía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y Jefe de la División de Formación del Profesorado del ICE de la Universidad de Madrid.

 

Autor de varios libros de carácter profesional, entre los que destacan: El tiempo libre de nuestros hijos (1.960), Formación Cívica (1.966), Historia de la Educación (1.970), Enseñanzas Programadas y Máquinas de Enseñar (1.971), Dinámica de Grupos (1.978), Organización de Centros de Enseñanza (1.978).

 

Ha pronunciado numerosas conferencias y ha asistido como Delegado del Gobierno Español a diversas Reuniones Internacionales de Educación celebradas en París, Roma, Luxemburgo y Ginebra.

 

Independientemente de su especialidad pedagógica, es también un destacado estudioso de los temas humanísticos y estéticos y especialmente de temas antequeranos de los que se han publicado bastantes artículos. En nuestra ciudad ha colaborado con el Sol de Antequera, Pregón, Don Manolito y otras publicaciones.

 


 

P R E G Ó N

Quisiera, antequeranos, que mi Pregón dijese lo que vosotros esperáis que diga; que mis palabras fuesen un canto histórico y estético de vuestra fe cristiana, de vuestras tradiciones y costumbres, de vuestra forma peculiar de pensar, sentir y ser.

 

No quisiera caer en la tentación de los tópicos, ni en el vicio de las adulaciones. Deseo, por el contrario, que mi Pregón sea vuestro, auténticamente vuestro; que dicho aquí y ahora -en este histórico lugar presidido por vuestra Patrona la Virgen de los Remedios y en vísperas de Ramos- sean ciertamente mis palabras las propias de una antequerano más, porque antequerana es mi ascendencia y antequerano es en estos momentos todo mi espíritu.

 

Y para hacer gala del compromiso que desde este momento contraigo con vosotros me atrevo a proponeros, de entrada, cinco grandes afirmaciones sobre Antequera.

 

CINCO AFIRMACIONES SOBRE ANTEQUERA.

 

Primera afirmación:

Antequera no puede salir de su casa. Está definitivamente anclada en su vega. No es como otras ciudades que están a la orilla del mar o al borde de los grandes ríos, que viajan y vuelven después enriquecidas sobre sí mismas.  Antequera, solitaria y pura, no tiene más salidas al exterior que las murallas de su castillo, las vigías de sus campanarios y el Angelote de Cobre de la Colegiata de San Sebastián; angelote, que desde allá arriba, vió jugar al trompo y al toro a mis mayores, conoció mis raíces, y ha conocido también las raíces de los antequeranos que me escucháis en estos momentos.

 

Segunda afirmación:

Antequera es, a mi juicio, una ciudad en donde el enamorado escribe mejor que en ninguna otra parte el nombre de su amor en el suelo. Basta con mirar desde sus torres y atalayas, desde los campanarios de sus conventos, desde los púlpitos más elevados de sus calles y barrios, la enigmática Peña de los Enamorados en cuya cresta -dura y firme- se ha escrito uno de los romances sentimentales más expresivos del andalucismo: la leyenda de la doncella musulmana y el caballero cristiano cautivo del Rey Moro de Granada que prefirieron perder la vida para encontrar definitivamente el amor.

 

Tercera afirmación:

Tengo para mí que la obra estética de los antequeranos –y sospecho que ellos no lo saben- es una colosal tarea de síntesis: síntesis del castillo musulmán con los campanarios de las iglesias cristianas; síntesis del arte mudéjar con el barroco; síntesis de las escuelas de imaginería andaluza sevillana, granadina y malagueña; síntesis del rojo del ladrillo con el blanco de la cal, del blanco de la cal con el negro de los herrajes, y del negro de los herrajes con la policromía de los mármoles. Los antequeranos han demostrado ser hombres dotados para la síntesis, almas eclécticas capacitadas para la unión y confluencia de las distintas caras de Andalucía, siempre diversa y siempre distinta. Por algo, providencialmente, Antequera es el centro geográfico de Andalucía.

 

Cuarta afirmación:

Hay dos Antequeras: la Antequera de arriba y la Antequera de abajo. Antequera estuvo primero en alto, coronada majestuosamente por la esbeltez de su castillo. Después, como dijo exquisitamente el poeta antequerano Jiménez Vida:

 

“cuando fue cristiano todo el horizonte

vestidas de blanco

cual castas doncellas

bajaron sus casas la falda del monte”.

 

Y así nace la otra Antequera, la Antequera de abajo, a ras del Guadalhorce, la que dialogando con su vega contrae un ancho y extenso compromiso de horizontalidad. Y las dos Antequera unidas forman la Antequera vieja, bélica y cristiana; la Antequera de los caballeros y de los Santos; esta vieja Antequera, con sus archivos cargados de historia -aún bien vivas en su larga senectud- no mira quizás con buenos ojos el cinturón moderno que alrededor de su esencia le ha puesto en contra de su voluntad el funcionalismo de la vida moderna. Pero se resigna. Lo primero es vivir, aunque la vida exija el sacrificio del carácter y la renuncia de la personalidad.

 

Quiero recordaros, antequeranos, que los primeros balbuceos cristianos de vuestra ciudad tienen lugar precisamente en la Antequera de arriba, junto a la Colegiata de Santa María la Mayor. La costumbre del vencedor fue siempre la misma: colocar la Cruz sobre las almenas de los Castillos musulmanes.

 

Conquistada Antequera por el Infante D. Fernando en 1.410, la nueva fortaleza cristiana necesitaba un templo de Dios, una semilla embrionaria que fuese punto de partida para el posterior despliegue cristiano que Antequera haría suyo en momentos ulteriores de su biografía.

 

Este punto de partida, primera piedra del cristianismo antequerano, fue la Iglesia de San Salvador situada en su época en el recinto mismo del castillo musulmán. El visitante que quiera sentir en carne propia los albores cristianos de esta ciudad ha de subir  necesariamente a la Antequera de arriba; allí están escritas -entre sillares musulmanes y arcos góticos- las primeras páginas de una historia que aún está viva y presente en nosotros.

 

Y desde arriba, junto a la Puerta de los Gigantes, muchas veces he desviado mi mirada hacia la otra Antequera, la Antequera de abajo; y he visto a los pies de la colina un hermoso valle -un hoyo, diría yo- trufado de conventos e iglesias, oscuras o famosas, grandes como palacios o sencillas como huertos: San Sebastián, Santo Domingo, San Agustín, Las Descalzas, Madre de Dios, San Francisco, San Juan... Todo el resplandor religioso de un pasado que penetra en el presente, ya que el pasado que no penetra en el presente no es un pasado histórico, sino “puro pasado”.

 

Resplandor religioso que se mantiene también vivo, en estos días de Semana Santa, en el pastor y en el letrado, en el hijo del caballero -cuyo ascendiente defendió la fe cristiana a tiros de ballesta o arcabuz- y en el hombre sencillo de la calle que en estas jornadas de la Pasión de Jesús tiene ocasión de revalidar en su corazón el legado de fe que en un día recibió de sus mayores.

 

Quinta afirmación:

Ahí otras dos Antequeras más: la Antequera de dentro y la Antequera de fuera. Y como en todos los pueblos que llevan sangre mora en sus venas, lo que hay por dentro vale más que lo que se ve por fuera. La entrañable sustancia de la personalidad de Antequera se esconde en los interiores de sus casas, de sus conventos, de sus iglesias. Porque dentro están los patios recoletos cargados de macetas y faroles, fuentes y arriates, rosales, azahares y magnolios. Porque dentro están los retablos, los cuadros y las imágenes, las inscripciones y los ángeles lampadarios. Y porque dentro están también los pergaminos, los códices y los legajos que apresan viva y permanente la historia llana y sencilla de sus hombres y mujeres. Por eso Antequera es al mismo tiempo Museo y Archivo.

 

DESDE LA TRANSFIGURACIÓN A GETSEMANÍ.

Este es el escenario. Esta es la Antequera que se dispone desde hoy a rememorar devotamente “el acontecimiento más alto y divino que ha sucedido jamás desde la Creación del Hombre: la Pasión y Muerte con que nuestro Rey y Salvador dio fin a su vida y predicación en este mundo”.

 

Y Antequera, en vísperas de Ramos, inicia ya su lección de Teología y de Arte. Porque esto es para mí la Semana Santa antequerana: una profunda lección de Teología y una elegante lección de Arte. Antequera, como Sevilla, sabe Teología sin saberlo. Y Antequera, como Granada, sabe y vive el arte con un alto índice de sensibilidad, porque son dos variantes andaluzas dotadas de un exquisito temperamento creativo.

 

Y es precisamente la combinación o mezcla de la Teología con el Arte la que produce en Antequera la eclosión barroca de los siglos XVII y XVIII sin cuya aportación sería verdaderamente imposible ver, sentir, creer y hacer la Semana Santa antequerana.

 

Y aún a pesar de este excelente escenario transido de Teología y de Arte, es ahora imposible seguir las argumentaciones de mi Pregón sin citar dos pasajes evangélicos antagónicos y contrapuestos, frente a los  cuales la razón humana se siente y queda literalmente descolgada. Dice el primero de los pasajes: “Pasados seis días, tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo solos a un monte alto y apartado y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, como no los puede blanquear lavandero sobre la tierra. Y se le aparecieron Elías y Moisés, que hablaban con Jesús. Tomando Pedro la palabra dijo a Jesús: Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, una para Moisés y una para Elías. Se formó una nube que los cubrió con su sombra, y se dejó oír desde la nube una voz: Este es mi Hijo amado, escuchadle”.

 

El segundo de los pasajes agrega: “Llegaron a un lugar cuyo nombre era Getsemaní, y dijo a sus discípulos: Sentaos aquí mientras voy a orar. Tomando consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, comenzó a sentir temor y angustia y les decía: Triste está mi alma hasta la muerte; permaneced aquí y velad. Adelantándose un poco cayó en tierra y oraba que, si era posible, pasase de Él aquella hora. Decía: Padre, todo te es posible, aleja de mí este cáliz; mas no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú”

 

No hay mente humana que pueda jactarse de comprender sin reservas el itinerario que va desde el monte Thabor al Huerto de los Olivos. En el primero de los pasajes contemplamos sobrecogidos al Cristo Glorioso, milagroso, potente, sutil, que no pega sus pies a la tierra, y que tan maravillosamente plasmó en Antequera el genio manierista del pintor Antonio Mohedano.

 

De otra parte, el segundo de los pasajes evangélicos citados, nos presenta al Cristo hundido por el dolor psicológico que le produce la inmediatez de la Pasión, y que apesadumbrado por las angustias y temores no puede levantar sus rodillas de la tierra. En el Monte Thabor: Cristo Dios; en el Huerto de los Olivos: Cristo Hombre.

 

Y aunque todos los hombres de fe sabemos que Cristo resucitará, ahora ha llegado el momento de Getsemaní, del Pretorio y del Gólgota; ha llegado el momento en el que va a verificarse y consumarse la Redención. Y en esta coyuntura ambiental y temporal, la tesis fundamental de mi Pregón quiere recordaros que Jesús muere en la Cruz por amor a los hombres. Recuerdo y reflexión que haré evocando el lenguaje de vuestros mayores, vuestras creencias y tradiciones, vuestras iglesias, conventos y Hermandades, vuestras Cofradías con sus pasos e imágenes, palios y túnicas... porque de la Pasión del Señor nunca se ha dicho bastante y Antequera tiene un modo singular y peculiar de hacer y sentir en sus calles y plazas los desfiles procesionales de la Semana Santa Andaluza.

 

CÓMO LLORAN LAS VÍRGENES DE ANTEQUERA.

La presencia física y espiritual de María en los acontecimientos de la Pasión es un hecho histórico. Que María estuvo al pie de la Cruz no admite dudas. “Stabat Mater dolorosa iuxta crucem lacrimosa”

 

“Estar en pie” es un verbo vertical paralelo al madero de la Cruz. María estuvo allí en el pequeño grupo que formaron María Magdalena, María Cleofás, María Salomé, Marta y el discípulo amado Juan; no sería demasiado afirmar que este pequeño grupo constituyó entonces la primera Iglesia rezando al pie del primer Crucifijo.

 

“Rezar” tal vez sea un verbo demasiado radical para asignarlo a aquellos seres inmovilizados ante la Cruz por el espectáculo grandioso de la Redención. Pero María, dolorosa, con lágrimas en los ojos y dolor en el corazón, estaba allí. No se ocultó. No se ausentó.

 

Cuando los clásicos del teatro griego y romano sumen a sus personajes en el dolor, estos se ocultan o se ausenta del escenario por no ofrecer al público el sello trágico de sus rostros. El coro entonces explica que Eurídice se retira del escenario porque ha conocido la muerte de Antígona.

 

María no se ausentó ni se ocultó. Asumió íntegramente su papel de corredentora del género humano. En la escena cumbre del Calvario, Jesús es la Redención; Juan, María Magdalena, María Cleofás, María Salomé y Marta son los acompañantes de María en el dolor; pero María es el dolor mismo. La Virgen es la gran sufridora en el Calvario, y es precisamente en este abnegado y sublime momento de presencia del dolor, en el que la imaginería religiosa del barroco antequerano ha sorprendido a la Señora, la ha fijado y la ha presentado como espectáculo religioso y estético para todos nosotros.

 

Las Vírgenes de Antequera al pie del Calvario son completamente distintas de las Dolorosas de Murcia, de las Angustias de Granada y más aún de las tallas marianas de Zamora, Cuenca y Valladolid. Yo no quiero establecer comparaciones, ni digo cuales sean mejores. Pero lo que sí digo es que las Vírgenes de Antequera sólo son antequeranas.

 

No me vale el argumento que hace tiempo oí a un turista italiano presenciando en la calle Encarnación el paso de la Virgen de la Veracruz. “En Antequera -me dijo- todas la Vírgenes son iguales”. “No es cierto -le contesté- en Antequera todas las Vírgenes son distintas porque todas lloran de distinta manera”.

 

Y así es, porque si aceptando los postulados y experiencias propias de la psicología de las emociones y sentimientos humanos somos capaces de identificar y describir hasta cuatro fases en el proceso del llanto: 1ª) el sollozo; 2ª) el torbellino de las lágrimas; 3ª) el llanto sosegado y sereno; y 4ª) el llanto mezclado de sonrisa, entonces, a poco que realicemos una observación sutil y amorosa de las imágenes marianas de la Cofradías de Antequera podremos decir que la Virgen de Veracruz es el sollozo. La Virgen de los Dolores y Nuestra Señora del Mayor Dolor constituyen la expresión más cumplida del torbellino de las lágrimas. La Virgen del Consuelo y la Virgen de la Paz son el llanto sosegado y tranquilo. Finalmente, la Virgen de la Piedad, la Virgen de la Consolación y la Virgen del Socorro evidencian un llanto mezclado de sonrisa, porque en Antequera no hay dos Vírgenes iguales, como tampoco hay dos mujeres iguales ni dos geranios rojos que estallen de la misma manera.

 

Y aunque es cierto que en Antequera todas las Vírgenes son distintas porque todas lloran de distinta manera, también es verdad que para todas ellas se ha aplicado el mismo diseño de elaboración compuesto por tres fases o momentos que denomino: Latencia, emergencia y mitigación.

 

Primer momento o latencia.

Un trozo de madera, y sobre él, los cinceles, gubias y buriles del escultor perfilando las formas, lijando, matizando las masas, pintando y estofando la imagen. La madera, primero aforme, va poco a poco por intervención del artista acercándose a lo que ha de ser la talla mariana, la Virgen Dolorosa que está en el patrón imaginativo del escultor.

 

Segundo momento o emergencia.

Ya está aquí, hecha, realizada, la imagen de María Santísima, muchas veces inspirada en la realidad de modelos humanos que posaron para el escultor, hermosa, verdaderamente hermosa, presentando incluso las características esenciales que ofrece la mujer andaluza. Es tanta su belleza que hasta el imaginero que la ha creado siente un hondo fervor por ella. La imagen situada después sobre su peana, es entregada a quienes la solicitaron, ya un Convento, ya una Hermandad o Cofradía, ya los miembros de una linajuda familia que observan por la imagen una tradicional devoción. Todos ellos inician al cobijo de su advocacion un fecundo itinerario histórico de espiritualidad.

 

Tercer momento o mitigación.

Para mí el más importante y decisivo. Esa imagen que ocupa su trono solitaria en el altar barroco de cualquier iglesia, tiene que echarse a la calle, hay que sacarla en procesión para que la Madre vea como es de verdad el pueblo que la ha creado, para que la Madre compruebe de verdad como su pueblo la ama.

 

Mas para sacar a la Virgen por las calles hay que mitigar al máximo el dolor de la Señora y suavizar los rasgos patéticos de su rostro y el aire de profunda tristeza que invade toda su figura.

 

Y para mitigar y suavizar su patetismo y tristeza y lograr que la Virgen no sólo sea una talla solemne salida de las manos del escultor, el pueblo llano y sencillo cubre  la  imagen con un manto bordado en oro y plata, coloca sobre su cabeza una corona resplandeciente, pone en sus manos un pañuelo de fino encaje, prende en su pecho las alhajas y sitúa a sus pies una alfombra de claveles, cirios y luces para dar la sensación de que Antequera quiere mitigar así el dolor de la Señora.

 

Ciertamente esta es una constante de la Semana Santa Antequerana. A estas Vírgenes que lloran será necesario consolarlas, habrá que enjugar sus lágrimas. La Virgen de la Paz es una mujer que sufre -y sufre intensamente- ante la vista de su hijo agonizante. Y por ser mujer... hay que consolarla. Y para ello, que le traigan claveles -pero blancos- y gladiolos y azucenas -blancas, blanquisimas- que sean como recuerdo de la Anunciación, de aquel día  decisivo en que María dijo: He aquí la esclava del señor, hágase en mi según tu palabra.

 

Y que le traigan cirios, muchos, blancos, y todos encendidos dentro de sus campanas de Cristal; y que le traigan un manto bordado en oro y plata; y que le traigan joyas, y se las prendan al pecho, porque un día el Ángel le dijo “que estaba llena de gracia”.

 

Y si la Virgen de la Paz se empeña en llevar su puñal de Dolorosa, que se lo traigan, pero que sea de plata y cuajado de piedras preciosas, porque Antequera no quiere que la Virgen de Abajo inspire compasión, sino que cuando suba o baje la cuesta de Santo Domingo provoque el piropo.

 

Y que la Virgen vaya bajo palio para que no vea llorar a las estrellas. Y que el palio, bordado en oro, lo sostengan varales de plata cincelada. Y que las escenas de la Pasión de su Hijo se narren en tarjetones barrocos labrados primorosamente por manos de artistas antequeranos que quieren ayudar a la Virgen de la Paz a olvidar sus penas.

 

Y que los Hermanos de su Cofradía y campanilleros de lujo sean también otros tantos varales vivos, movibles, itinerantes, para que cuando sus capuchones se acerquen al trono de la Virgen sean como puntas de llamas que quieren alcanzar la imagen para estar cerca de Ella.

 

Y detrás la música, y que toque siempre, para que no se oiga el redoble seco y austero de los tambores que metros más adelante acompañan al Nazareno con la Cruz a cuestas.

 

EL PALIO DE LA VIRGEN DEL SOCORRO.

¿Quién hizo la Virgen del Socorro? ¿Qué artista la talló?

 

No tenemos datos fidedignos acerca de su origen y autor, hasta el punto de que yo me atrevo a decir que ningún artista talló la Virgen del Socorro, porque la Virgen del Socorro la hizo Antequera.

 

He aprendido leyendo la poesía antequerana contemporánea que la Virgen del Socorro es una síntesis maravillosa de los dos estados esenciales y elementales del alma humana: el dolor y el gozo. Y por eso, los hombres cuando se acercan a ella, siempre encuentran un eco fiel de su estado psicológico. Dice Muñoz Burgos:

 

Ciegan tus ojos, de dolor transidos

las lágrimas, vertidas a raudales.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Y a ti, María, nos dio por Medianera

¡oh! Virgen venerada de Antequera.

 

Y yo añado:

 

Por eso, Señora,

en tu nombre hay tres círculos

-tres círculos profundos y redondos-

Virgen del Socorro.

 

Antequera es dueña de mil y un escenario en donde la preciosa talla del Socorro hace nacer el fervor y los rezos de quienes aman a la Madre de Dios. Yo he visto salir a la Señora de su Templo, la tarde del Viernes Santo; yo he visto -como un antequerano más- la ingente suma de esfuerzo físico, emoción, vehemencia y agresividad ascencional que se necesita para arrancar el peso de un trono desde el suelo y subirlo sin desmayo y con pasión por las empinadas cuestas de Zapateros, Viento y  Caldereros hasta que la imagen besa el Portichuelo, y allí, al lado de una de las joyas arquitectónicas populares de mayor realce andaluz, cuando las luces del trono encienden las huellas mudéjares y barrocas del camarín, allí está presente, definitivamente presente, la Semana Mayor de Antequera.

 

Y la Virgen del Socorro va bajo palio. Y yo me pregunto: ¿qué es un palio?.  Y meditando sobre la agresividad de esta interrogación, he encontrado hasta cuatro respuestas diferentes.

 

La respuesta de la Estética.

Un palio es una poesía andaluza dedicada a la Virgen. Un palio -el palio de la Virgen del Socorro- es un madrigal de dieciocho varales de plata que sostienen un neocielo creado expresamente para embellecer a la Señora.

 

La respuesta de la Geometría.

Con el palio se pretende construir un espacio cúbico de aire, y hacer de él un fanal en donde vaya la Virgen, de forma que la imagen quede en el interior de un hexaedro en el que cada cara cumple una función distinta: la cara de arriba, tiene por objeto acercar el cielo al rostro de la Virgen; la cara de abajo, es una alfombra de claveles; la cara frontal es una estrategia para la iluminación; la cara posterior, es una ventana abierta al hermoso espectáculo del despliegue del manto; las caras de la derecha e izquierda, se descomponen en tantas visiones de la imagen cuantos espacios intervarales forman el palio.

 

Y a la geometría de los parámetros exteriores hay que añadir la geometría de las formas interiores. En el vacío del hexaedro María es el eje, el corecurriculum de todos los elementos. La Virgen va en el centro, y delante la candelería de cristal con sus luces encendidas, escalonadas en brazos o filas armoniosas, haciendo práctica la teoría lógica de los tamaños, desde la luz que llega a la altura de las manos, hasta la luz más baja que se abraza con el suelo de claveles.

 

Cuando las luces están ahí, sin encender, parecen como una danza de niñas blancas. Y cuando se encienden -como dice el jesuita mexicano Ramón Cué “arriba llora la Virgen, abajo lloran los cirios; arriba las lágrimas de cristal, abajo las lágrimas de cera”.

 

La respuesta de la Acústica.

Para los fonólogos y tratadistas de la acústica, el palio es una caja de resonancia en donde se dan abrazo dos fuerzas musicales: la fuerza que viene desde fuera promovida por el ruido de los tambores y las cornetas, y la que se produce dentro, por el tintineo de los flecos y borlas de las bambalinas del palio. Si en Antequera cada Virgen es distinta, cada palio también es distinto y suena de distinta manera.

 

La respuesta de la Teoría de Sistemas.

La teoría de sistemas demuestra que el palio no es el todo. El palio es una parte del todo. El todo, el sistema, es el paso; y lo que verdaderamente vale es el paso como unidad, como bloque, como síntesis. Con las bases o conteras de los varales, a ras de los claveles, sólo tenemos la mitad del paso, la mitad alta; pero ahora falta la segunda mitad, la mitad baja, y esa segunda mitad se inicia con el trono y continúa -siempre en línea descendente- con las cargaderas del trono y con las armadillas de los Hermanacos que son fuste sólido del milagro de devoción que se abre a nuestra mirada. Y delante del trono y de los Hermanacos, junto a ellos, como un animador, como un manager, el Hermano Mayor del Paso guiando todo el sistema, haciéndolo depender de su voz, de su experiencia y del ritmo de la procesión.

 

Y ahora que la Virgen del Socorro, de vuelta a su templo, entrada ya la noche de la primavera antequerana, ha llegado al popular escenario del Portichuelo, el Hermano Mayor da un golpe codificado sobre el frontal que lleva la Virgen en la cabecera del trono, y en ese instante el paso todo salta en el aire en un temblor musical que va desde los flecos del palio, pasando por la corona, el manto, las flores, las luces y el trono hasta llegar al blanquísimo pañuelo que cuelga de sus manos, y el temblor sigue aún vivo en el pañuelo de la señora  para decirnos que las manos que lo llevan son las manos de aquella que es bendita entre todas las mujeres.

 

ITINERARIO DE ANDRÉS DE CARVAJAL EN BUSCA DEL STMO. CRISTO DEL MAYOR DOLOR.

No me resisto a caer en la censurada tentación de quienes desestiman la capacidad creadora del pueblo antequerano argumentando que en todas las manifestaciones del arte bebió siempre en las fuentes de los maestros sevillanos y granadinos. No es correcta esta interpretación, y los antequeranos no pueden ni deben conformarse con ella.

 

Es cierto que Antequera es cruce de caminos y punto de encuentro para las ideas y normas que provienen de la campiña sevillana, de la espuma malagueña, de la serranía cordobesa y de los palacios granadinos. Pero como un corazón -el corazón andaluz- Antequera tiene dos movimientos: sístole y diástole. Sístole cuando Antequera recoge y sintetiza las influencias y enseñanzas que provienen de Sevilla, Málaga, Córdoba o Granada; y diástole cuando siendo suya, auténticamente suya, singular y peculiar, Antequera crea la obra inédita, lanza fuera de sí el genio y la creatividad de su alma.

 

Andrés de Carvajal y Campos, imaginero antequerano en plena producción en la segunda mitad del siglo XVIII, es a mi juicio ejemplo elocuente en el que se cumplen estos dos movimientos -sístole y diástole- del corazón andaluz antequerano.

 

Yo sé bien que Carvajal, en su taller de la calle del Gato, vivió mucho tiempo obsesionado buscando un tema inédito que por su fuerza y elocuencia enriqueciera definitivamente el arte sacro antequerano. Este hombre singular, piadoso y bueno, que fue preceptor y maestro de la juventud antequerana  que en su tiempo sentía el aguijón de la vocación estética y que gozaba entre sus paisanos de alto prestigio y acreditaba fama de artista, no había realizado aún su obra maestra.

 

El Cabildo de la Colegial, las Hermandades y Cofradías, los Priores de los Conventos y sus propios amigos le retaron una y otra vez para en su taller naciese una escultura sobre algún momento inédito de la Pasión del Señor. Dos razones movieron entonces la voluntad de Carvajal hacia la búsqueda de este hallazgo en el arte religioso antequerano: su acendrada vocación de imaginero y la objetividad del mandato de su pueblo.

 

Y comienza así el largo y laborioso peregrinaje de Carvajal hacia el encuentro con el Santísimo Cristo del Mayor Dolor. Carvajal, como en otro tiempo lo hicieran otros alarifes e imagineros antequeranos, emprende su viaje a Sevilla en busca de inspiración y técnica. Sevilla: Puerta de Carmona; Puerta de Osario; el ir y venir de los traginantes... Sevilla no parece ante Carvajal una ciudad abandonada, porque Sevilla sigue siendo el puerto fluvial más importante de España, el alfa y el omega de América.

 

¿Qué busca Carvajal en Sevilla? Un camino espiritual para su obra, un aliento, una idea. ¿Y qué encuentra Carvajal en Sevilla?. Vestigios del sentimiento cristiano del pueblo  representados ahora en un barroco triunfal y desmedido, cuyos representantes más genuinos iniciaron su producción artística de la mano de Pedro Roldan y terminaron después acogiéndose a los dictados de una fantasía caprichosa. No es extraño, pues, que la grandilocuencia de estos sevillanos chocase abiertamente con la sencillez y modestia del imaginero antequerano.

 

Y Carvajal emprende su viaje hacia Granada. ¿Y qué encuentra Carvajal en Granada? La misma desalentadora decadencia existente en el resto de España, una Granada artística sin pulso en la que aún pervive el rescoldo -fuego vivo- de los escultores y pintores del siglo XVII que hicieron de ella un emporio notable de arte e imaginación.

 

Y pienso que el imaginero antequerano, acompañado por su amigo y colega el escultor granadino Torcuato Ruiz del Peral, contempla en la Catedral de Granada la minúscula llama encendida de la Purísima de Alonso Cano, el testimonio bíblico de los cuadros de Pedro Atanasio Bocanegra, Juan de Sevilla y José Risueño. Y en sus paseos al pie de la torre de la Catedral, junto a los caserones de la carrera del Darro y en las estancias del Albayzin tendría ocasión de entablar dialogo con santeros menistas -discípulos de Pedro de Mena- que aún seguía cultivando el tema del Santo Cristo de Fariñas, el Ecce Homo, la Dolorosa y María Magdalena.

 

Mas el diálogo de Carvajal con la Granada artística de su época no ha dado satisfactoria respuesta a las inquietudes de su alma, y vuelve Carvajal a Antequera cuando el sol se oculta tras los cerros de Gandía. Ya en su taller, a la pálida luz de su velón, el imaginero toma en sus manos uno de los libros básicos que él mismo utilizaba para impartir enseñanzas estéticas a sus discípulos y aprendices: el Arte de la Pintura escrito en 1.649 por el polígrafo sevillano Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, libro obligado y vademécum de todos los artistas andaluces del siglo XVIII.

 

Y Carvajal lee y repasa ahora el capítulo segundo del Libro y de esta obra en la que Pacheco cuenta al lector como dispuso la realización efectiva de un cuadro que regala a D. Fernando de Córdoba y cuyo tema había de ser “Jesús caído al suelo después de la flagelación”. Este relato es sin lugar a dudas una de las fuentes escritas que de manera más ostensible guiaron la gubia del imaginero antequerano en la hechura del Santísimo Cristo del Mayor Dolor.

 

Dice así:

“Una de las cosas más importantes al  buen pintor es la propiedad, conveniencia y decoro  en las historias o figuras, atendiendo al tiempo, a la sazón, el lugar, al efecto y afecto de las cosas que pinta, para que la pintura, con la verdad posible, represente con claridad lo que pretende. Para inteligencia de lo cual, diré dos palabras sobre cada una de estas cosas.

 

Lo primero, cuanto al tiempo, se debe guardar el uso de la antigüedad del, en los trajes y en las cosas, cuanto a la razón, si lo que se quiere pintar sucedió tal o tal tiempo del año, en la noche o el día, es cosa conveniente acomodarse con la verdad; pues cuanto al lugar, ya se ve que no se ha de pintar en Turquía lo que pasó en Roma, o España: también cuanto al efecto y acción, si una figura saluda a otra no ha de parecer que la amenaza ni, menos, ha de hacer lo contrario; y de esto había mucho que decir; pues el efecto de cada figura, también ha de ser conforme a su representación, con propiedad, o triste o alegre, o airado o suave. Brevemente se ha dicho, pero no así se pone en execución.

 

Esta parte en la pintura, como procede más del buen juicio del pintor que de los preceptos de su arte, es tan poco usada aún de los valiente pintores, que de ordinario quieren caminar libres en sus pensamientos. Y de aquí vemos en las obras de muchos, más valentía que decoro. Y si esto es tan necesario generalmente en todas las obras de pintura, cuánto más en los misterios de nuestra fe y redención (concedidos pintar, con acuerdo del cielo, en la Iglesia Católica), los cuales han de ser verdaderos libros a los ánimos sencillos de los fieles. Porque, ¿qué cosa más ajena del respeto que se debe a la pureza de la Virgen Nuestra Señora que, pintándola asentada, ponerle la una rodilla cargada sobre la otra, y muchas veces los sagrados pies descubiertos y desnudos? (gracias a la Santa Inquisición que manda corregir esta libertad). ¿Y de la majestad y grandeza del Hijo, padeciendo en otro paso, o atado a la coluna, con acción y movimiento impaciente, siendo el espejo y dechado de toda mansedumbre y humildad?. Y por aquí todos los descuidos o cuidados inconsiderados de los profesores desta arte.

 

Por estas razones (como hago siempre) lo primero en que yo cargué el peso de la consideración en esta figura (porque comencemos por lo principal) fue cómo se movería en busca de su vestidura, con cuánto encogimiento y vergüenza, y sobrados dolores, un hombre grave y delicado, habiendo recibido tantos y tan crueles azotes. Y  haciendo prueba con el ingenio muchas veces, de movimientos diferentes, intentando con la pluma o lápiz, viene a parar en este que me pareció más a propósito; do, por evitar la fealdad o desgracia de estar muy baxa la figura, usé de medio en que  levantase con el cuerpo la ropa. Y quien con estos ojos y consideración no mirare esta imagen, por ventura le desagradará, deseando en ella otro movimiento más airoso, de más brío y gracia; lo cual aquí no convenía. Esto es cuanto al todo, que es lo primero que se ofrece a la vista.

 

De las partes, digo: que en la principal, que es el rostro, moví la vista a donde se ha de poner el que ha de ver este cuadro, que es un poco a la parte siniestra, porque el encuentro della causa grandes efectos; y en los ojos exprimí el sentimiento con gravedad que a mí fue posible, como en parte donde más se demuestra la alegría o tristeza. Y aunque la boca quisiera abrirla más, porque ayuda esto mucho a representar la amargura del ánimo, no fue posible, por ir el rostro tras el cuerpo, y estar tan baxa la figura. De las demás partes, ellas hablen que dirán mejor que yo lo que se estudió en ellas y en particular el cuerpo y lado, que con dificultad no pequeña, se eligió entre tantos naturales.

 

Vengamos a las señales de los azotes de todo el cuerpo, cosa que excusan mucho los grandes pintores, por no cubrir la perfección de lo que tanto les cuesta, a diferencia de los indoctos, que sin piedad arrojan azotes y sangre, con que se borra la pintura o cubren sus defectos: pero huyendo de extremos, usé de medio que representase las señales, y más donde menos dañasen a la bondad de la figura, que es en los oscuros y particularmente en la espalda, no sin buena consideración, pues es la parte donde consideran los santos que cayeron la mayor parte de los azotes: y désto no más.

 

De las vestiduras, pinté una, la más particular, que es la túnica interior sin costura alguna, que algunos dice que fue de púrpura, considerando que las demás están sin orden, esparcidas por la Sala o Pretorio, que se puede imaginar ser muy grande; pues la coluna no muestra toda su altura, ni descubre el capitel por la estrecheza del lienzo, donde era forzoso muy grande espacio para hacer demostración de otras colunas del mismo orden dórico correspondientes, que le acompañasen, ayudándole a sustentar un edificio noble y como de casa principal.

 

De los instrumentos y diferencia de ellos, con que azotaron al Señor, puse sólo cuatro, dexando muchos y muy varios, que consideren los autores y santos, de que hace mención el Arzobispo Alfonso Paleoto, en su libro De Stigmatibus Sacris.  Uno, de las varas con que azotaban a los delincuentes los romanos; otro, de las correas de vaca, de que también se hace memoria en la antigüedad. Estos dos modos de azotes usan de ordinario los pintores: tercero, las espinas o zarzas, como contempla San Vicente, y el azote de puntas o estrellas de hierro, fixas en los cordeles, imitando del que debuxó en el dicho libro Paleoto del IV de las Revelaciones de Santa Brígida, cap. 70.

 

De la coluna podrá alguno preguntar, que por qué no pinte aquella que hoy se muestra en Roma, en la Basílica de Santa Práxedes; la cual es a modo de balaustre antiguo, con una argolla de hierro en lo alto. Digo, que en otra ocasión semejante la pinté, y en esta con mejor acuerdo me pareció pintar la alta, de quien refiere largamente el arzobispo ya dicho, que hablan muchos y muy graves autores y en particular San Jerónimo, en el tomo 1º, epístola 27 ad Marcelum, diciendo: “Mostrábase una coluna que” sustentaba el portal del Señor, rociada con sangre, “donde se dice fue azotado”. Y los que con más autoridad describen la Tierra Santa, y en particular Cristiano Adricomio, enseña que una parte de esta coluna se mostraba en el monte Calvario y otra se trasladó a Constantinopla, y de allí se llevó a Roma, y está en la Basílica Vaticana. Y de las revelaciones de Santa Brigida se colige claramente haber sido la coluna alta; pues le dixo la Virgen Nuestra Señora que su Hijo la había abrazado de su voluntad y luego le habían ligado a ella. También para sustentar un pórtico de un tan magnífico edificio, como el que edificó Santa Elena, no podía ser pequeña la coluna, y la parte que hay en San Pedro (como he dicho) lo muestra. Basta que la razón que yo tuve fue seguir lo más recebido en esta parte, y de quien hablan todos los autores. De la pequeña, piensa con razón Paleoto, que es donde estuvo el Señor atado en la casa de Caifás, cercado de sus enemigos, toda aquella noche de sus mayores escarnios y afrentas.”

 

Leído este texto de Pacheco, vivamente impresionado por la lección del sevillano, Carvajal se levantó con decisión y firmeza, tomó en sus manos el buril y la gubia he hizo sobre la madera la primera hendidura camino de la imagen del Cristo del Mayor Dolor.

 

Carvajal, como todo autor como todo creador, amó entrañablemente sus obras. Estuvo enamorado de todas ellas: la imagen de la Magdalena, la Virgen del Refugio o de los Ángeles, Santa Eufemia, la Asunción... pero el amor de su vida de artista fue el Santísimo Cristo del Mayor Dolor, del que no quiso desprenderse hasta 1.771 fecha en que lo dona a la Colegial de San Sebastián con la condición de que “a su muerte doblasen las campanas cual si hubiese fallecido canónigo y que todos los años le dijesen una misa de réquiem con vigilia”.

 

Por eso, cuando el Cristo del Mayor Dolor -puntual a su cita- sale cada año por la plateresca puerta de la iglesia de San Sebastián, son muchos los antequeranos que van a saludarle y hasta el aire de la vega entra, asombrado, por la calle Estepa arriba y llega sin encontrar obstáculo ni freno hasta la fuente renacentista de la plaza, en donde mezclándose el aire con el agua rinde tributo de amor y basallaje al Señor, que a pesar de su Dolor, es el Señor de los Señores.

 

CRUCIFICADOS Y NAZARENOS.

Hay dos Cristos antequeranos que siempre producen en mí una honda e intransferible impresión de fervor y devoción: el Cristo del Mayor Dolor y el Cristo de la Misericordia.

 

El Cristo del Mayor Dolor está a la mitad de la Pasión; el Cristo de la Misericordia es la Pasión consumada. Cuando en la noche del Miércoles Santo vemos salir de la Colegiata de San Sebastián al Cristo del Mayor Dolor nos parece que el Señor va a caer tendido en tierra doblado por las heridas de la flagelación; y cuando pasa el Cristo de la Misericordia somos nosotros los que caemos de rodillas -como Pablo de su caballo- heridos sensiblemente por el divino y generoso acto de la redención. En los ojos abiertos del Cristo del Mayor Dolor se adivina todavía reciente la noche del Huerto de los Olivos, el beso de Judas, el interrogatorio de Anás y Caifás, las negaciones de Pedro, el palacio de Herodes y el Pretorio de Poncio Pilato. En los ojos cerrados del Cristo de la Misericordia parece que aún están vivos y temblorosos los relámpagos del Gólgota.

 

Por eso, estos dos Cristos antequeranos producen en mi una honda impresión, porque el primero parece decirme: “Si es posible pase de mí este cáliz...”,  mientras que el segundo añade: “todo esta consumado”. Esta honda impresión se prolonga en mi ánimo cuando compruebo que todo esto es así  gracias al pueblo sencillo que ha sido capaz de crearlo y revivirlo año tras año. La Semana Santa de Antequera es posible porque existe un pueblo que cree en sus tradiciones, un pueblo que se personifica material y espiritualmente en los pasos de sus Vírgenes y sus Cristos.

 

De torpe y mutilado calificaría yo mi Pregón si hubiese omitido esta obligada referencia al pueblo creyente sin cuyo concurso ninguna de mis afirmaciones tendría validez. La plata y el oro de los palios, el terciopelo de los mantos y el delicado labrado de los tronos no es otra cosa sino la fronda cuyo tronco es el pueblo. El sudor y el amor de los antequeranos está debajo de los tronos. En Antequera no existen mercenarios debajo de los pasos de las Vírgenes y de los Cristos. Debajo de los pasos está la auténtica biografía de Antequera: hombres de diferente condición, hombres heterogéneos que piensan, viven y sienten en diversas maneras, pero que cuando -codo a codo y armadilla con armadilla- han de llevar el peso de la Virgen o la carga de la Cruz, comparten la misma fe y tienen en sus semblantes el mismo rayo de esperanza.

 

Con cuidado y con amor -de padres a hijos- han ido los antequeranos conservando con meticulosidad y precisión sus tradiciones. Y en ello se muestran particularmente intransigentes. Así se explica que el primer poema con el que se abre el Cancionero Antequerano en pleno siglo XVII sea precisamente un soneto anónimo dedicado al madero sublime de la Cruz y a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.

 

Desde entonces hasta nuestros días, la solera religiosa del pueblo andaluz antequerano ha ido tejiendo -hilo a hilo- el largo inventario de Cofradías y Hermandades aún vivas y presentes entre nosotros porque la devoción y el dulce fervor del pueblo cegó todo intento de relegar estas fundaciones al polvo del archivo o de sumirlas en la débil y pasajera cita de los biógrafos y cronistas. Tal sucede con la Cofradía de Nuestro Padre Jesús de la Sangre, una de las más antiguas de Antequera, fundada en el siglo XVI, cuyos penitentes y flagelantes compusieron en su día una estampa clara de silencio y mortificación.

 

Y cuando Nuestro Padre Jesús de la Sangre y el Santísimo Cristo de la Buena Muerte pasan por las calles antequeranas con el madero de la Cruz sobre los hombros o con los brazos extendidos tocando con sus manos las flores de los balcones o muy cerca de los cables de la luz, el pueblo que observa no es un pueblo indiferente y dormido en el letargo de la mera expectación. Es también un pueblo en cuyo semblante se reflejan las jornadas de la Pasión y en cuyo espíritu brota anticipadamente la esperanza de la resurrección.

 

No hay crisis en la Semana Santa antequerana; ni puede haberla, mientras en el corazón del pueblo exista encendida la luz de la fe y el calor de la esperanza, mientras las calles de esta ciudad sean, como de ello son en estas jornadas, más templos que teatros, más rezo que aplauso y tanta Teología como Arte.

 

EVOCACIÓN Y EPÍLOGO.

El madero de la Cruz y Cristo erguido en ella  constituyen un testimonio de amor humano de permanente actualidad. Se oyeron, y siguen oyéndose todavía, voces bastardas que atribuyen a los sucesos de la Pasión del Señor el valor contingente y fugaz de los hechos históricos que tuvieron validez en el momento en que se produjeron, pero sin relevancia y significación para el momento presente que nos ha tocado vivir.

 

Vivimos, efectivamente, en una sociedad cada vez más compleja y tecnificada, en la que el hombre corre el riesgo de sumirse en el anonimato y ser considerado como un número, un dato o una mera cantidad. Los hombres ponemos barreras insalvables entre nosotros mismos. Buscamos, egoístas, nuestro bien y nos olvidamos del  mensaje de Jesús en Vida: Amaos los unos a los otros.  Mensaje presente en el madero de la cruz, mensaje presente en los Crucificados y en las Dolorosas que dentro de pocas horas recorrerán las principales calles de esta ciudad constituyendo cada paso un aldabonazo a nuestro corazón.

 

Cristo es el Cristo de todos los hombres. Se equivocan quienes pretenden hacer de Cristo estandarte intransferible de sus ideologías o abogado exclusivo de sus pareceres. Cristo vino al mundo -así lo dijo Él mismo ante Poncio Pilato- para dar testimonio de la verdad, y la verdad es patrimonio de todos.

 

Los hombres somos plurales por naturaleza: pertenecemos a distintas razas; estamos insertos en diferentes culturas; hablamos lenguas distintas; orientamos nuestra conducta conforme a ideologías varias (parcialmente divergentes unas, abiertamente antagónicas otras). Mas Cristo no vino al mundo sólo para una raza, para una cultura, para una lengua o para un grupo ideológico determinado. Cristo es el Cristo de todos los hombres. Cristo es el Cristo de todos los antequeranos y de Antequera toda.

 

Tercer domingo del mes de mayo de 1.938. Desde un balcón de la antequerana calle de Diego Ponce vi pasar por primera vez en mi vida el desfile procesional del Cristo de la Salud y de las Aguas. Era niño, y entonces sólo me llamaron poderosamente la atención las tres soberbias potencias de plata blanquísima que salían de su divina y doliente cabeza como un puente de unión con el Padre, como tres fulgores de su poder sobrenatural.

 

Ahora, hombre adulto, no sólo me siento estéticamente atraído por las potencias del Dulce Nombre de Jesús, del Cristo Verde y del Señor de la Misericordia, sino que mi voluntad se inclina firmemente hacia el reconocimiento de los mil y un detalles de la Semana Santa de Antequera, en los que percibo actual y permanentemente el mensaje de amor fraterno que, limpio y recio, emergen de las escenas de la Pasión del Señor.

 

Este mensaje tiene para los cristianos un significado universal. El viejo adagio del paganismo clásico “homo homini lupus” ha dejado con Cristo de tener validez, y ha sido definitivamente desplazado por este otro: “homo homini res sacra”.

 

El hombre ya no es un lobo para el hombre; el hombre es para el hombre una cosa sagrada. Y Antequera, permanente lección de Teología y Arte, así lo ha comprendido.

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