Agrupación de Cofradías de Antequera

Plantilla creada por Conexanet

(1984) D. Joaquín García Carrasco - El Pregón

PREGÓN

Todas las faenas, que los hombres emprenden para mejorar la calidad de vida, son dignas y de alabar. Vistas por ese agujero ni una es esclava ni la otra dueña. Todas son excelentes. A todos las afanes se les encuentra la cara que dé reflejos admirables. El hombre es racional por todo: por la inteligencia, por las manos, por la voz. Cualquiera sea el trabajo en el que el hombre se empeñe, encuentra motivos para justificar la dedicación. Independientemente del nivel social en el que le sitúe el menester, inspira éste razones por las que colocarse alto en alguna escala o jerarquía de valor. Vean este ejemplo.

 

Yo conocí en Alba de Tormes, pueblo de la adusta Castilla, a un alfarero. El rojo barro de sus piezas llegaba en “reatas” desde Terradillos, a media legua. Los burros temblones se parecían a los de la antigua posada de la “Cuesta Zapateros” que repartían cal por toda Antequera. El sencillo menestral había empotrado, en el muro más visible de su taller, una baldosa con esta leyenda, genealogía de su gremio.

 

Oficio noble y bizarro,

entre todos el primero

porque en la industria del barro

Dios fue el primer alfarero

y el hombre, el primer cacharro.

 

Siempre que se ponía al torno y colocaba el pie en la volandera para hacer girar el barro, levantar la pieza, hacer el cuello, afinar, cortar, doblar, o dar la greda, arrimar al horno y someter el cacharro al terco fuego, ejecutaba la labor con la templanza y el domino de un maestro. Todos los oficios bien hechos ennoblecen. Y, entre todos, ser mensajero.

 

Por esto días de Abril, en 1.410, andaría Sevilla de bandos y pregones, removiendo nobles, hidalgos y plebeyos, caballos y lanzas, por la decisión de conquistar Antequera. En poco tiempo, dos veces he visto a un alguacil hacer de pregonero. La penúltima fue el año pasado en un pueblo de la provincia de Soria, cerca de la ermita de San Baudilio, mientras la ventisca helaba el aliento. La última ha sido en estas fechas cuando hilvanaba pensamientos a mis recuerdos y dejaba preparada la costura de este encargo. El bando se gritó en un pueblo salmantino de nombre Los Santos. Lo más chocante de la coincidencia fue que, esta vez, el alguacil me anunciaba a mí. El recadero pregonaba que llegaría un profesor a dar una conferencia. En ambos casos, los alguaciles tocaban la cornetilla o bocina y, a voz desnuda, soltaron el edicto concegil; en esquinas previstas. Mantienen estos pueblos castellanos la huella de los mecanismos culturales primitivos: la vista y el oído. Porque, como todos Vdes. saben, en el principio no fue el libro, sino el espectáculo, la ceremonia. La teoría del hombre fue, al comienzo, el rito, la procesión.

 

En Antequera, nunca vi de pequeño un pregonero, ni lo recuerdan los más ancianos.

 

En Castilla la vieja los sigue habiendo. Quizás, porque todavía los habitantes se reparten y diseminan por pueblos pequeños en los que las noticias pueden correr a voces. Pero, Antequera figura desde el siglo XVI entre las ciudades más importantes del globo terráqueo. Entre las “Civitates Orbis Terrarum” la colocaron, Braun y Hohenberg. Aquí el edicto impreso y clavado en las paredes sustituyó muy pronto al aviso del pregonero.

 

Bien podía haberse reducido el anuncio de la Semana Santa a la noticia estampada en el Sol de Antequera; periódico del que recuerdo sus afanes, cuando, a mano, le iban confeccionando las hojas en un taller de la calle Estepa.

 

Era en la tarde de los sábados, mientras la gente venía del Paseo. Yo asomaba la cabeza, para mí, extraño taller; armarios de cajones estrechos y amplios, de muchos compartimentos. El artesano cogía letras, una a una, con rapidez increíble. Componía así noticias y textos que habían nacido en cabezas antequeranas preocupadas por las cosas de la cultura. Qué importante tenía que ser aquella labor para ocuparse en ella mientras todos los demás descansan.

 

No hubiera sido indigno el pregonero. Yo he leído con cariño en sus páginas, desde el entusiasmo del pescador afortunado a la austeridad literaria del escritor erudito. Esto de asear las palabras para sacarlas en letra impresa es lija y esmeril de pensamientos, purificación de defectos aldeanos e instrumento insustituible de identificación cultural. Antequera hubiera tenido con su Sol, testimonio bastante.

 

La Junta de Gobierno de la Agrupación de Cofradías me nombró a mí, sin embargo, pregonero por una año. Yo no seré, pues, el único que relate y refiera. Tan sólo actuaré como quien grita emocionado al inicio de toda la larga teoría de señales y mediadores que, durante una semana ampliada, vagarán por el aire sosteniendo las convicciones que mantienen “Santa” una sola semana del año.

 

He pasado estos días mucho tiempo indagando motivos que justificasen mi nombramiento. Quizás sirva el que pertenezco a una generación de antequeranos, los nacidos en el 1.941, que vinimos a este mundo para celebrar el quinientos aniversario del año en que Juan II reconoció título de ciudad a la villa de Antequera, la que fue joyero de Xarifa, “la mora que más quería el Rey Chico de Granada”, por la que hubiera sido capaz de trocar el Alhambra, el Zacatín, y las tierras alpujarreñas. Qué no hubiera dado el rey moro si, además de sus mujeres, hubiera conocido la Antequera de estos tiempos.

 

El hombre es aficionado a colocar estigmas en el tiempo, señales episódicas (la guerra, la boda, el nacimiento del hijo, la última mudanza...), los auténticos relojes del ciclo vital, los que marcan un crono sin retorno indicando la distancia temporal que justifica la arruga vergonzante, la cana oculta o la venerable. El tiempo del ritual litúrgico es, por el contrario, tiempo retornable, sin paso definitivo, voluntad sacra de juventud permanente, de vida sin final a pesar de la muerte. En estas conmemoraciones el hombre se crece y se asoma por encima de las tapias que cierran la vida para enviar miradas y mensajes que se metan por el limite del horizonte en los buzones del cielo. También este tiempo procesional es tiempo para todo hombre, para el que tiene fe y para el increyente, este tiempo se ha hecho para todos, por distintos motivos. Si yo he de ser pregonero, habré de gritar mi bando a todos los vecinos de este pueblo, sin saltarme un postigo, ni un patio de geranios, ni una cueva de la loma en la que dejaron pegadas las uñas familias enteras. Mi pregón, esta semana se va para el de cuello blanco y para el de tez morena; para el que ha pulido su lengua y casi parece castellana y para el andaluz cerrado que ahorra y ahorra fonemas; para la anciana que reza un interminable rosario, pidiendo salud, al Cristo del Mayor Dolor de la Iglesia de San Sebastián, mientras un sacerdote levanta el pan consagrado al fondo, lejano, con un coro de impresionante talla en medio, separando; para todos aquellos hombrones de antes, abuelos ahora, que permanecían en el atrio tomando el sol hasta que la misa llegaba al borde, concluida la prédica, para no más que cumplir un precepto; para aquel hombre bueno también, en cuyo corazón sigue sin sonar una cuerda o se partió hace tiempo, que sólo oirá los rítmicos tambores y las estridentes trompetas, no entenderá el oro de los tronos ni el por qué ha de ser de plata la cruz a la que echa una mano Simón Cirineo; este pregón en Antequera es para todos.

 

De pequeño, siempre miré embelesado a los niños campanilleros. No por las túnicas bordadas, sino porque protagonizaban los únicos momentos en los que un niño antequerano, flanqueado por caballeros en traje de ceremonia, caminaba honorable por el centro de la calle, anunciando las etapas de una procesión: mandando. Hoy, seré yo el campanillero mayor que prescriba silencio, convoque a asamblea y ordene que salga a la calle la solera de la gente, quedando canonizado y santo el espacio y el tiempo.

 

A partir de este anuncio creció, muchas veces, la esperanza en el corazón enfermo que latía detrás de los visillos de un sierro, oculto y a la espera de un paso que giraba sublime y solemne mandando una nota de consuelo a todos los enfermos profundos. La gente de la calle, cuando vea el movimiento, conocerá y asumirá públicamente un dolor ajeno. Los que salieron de capiruchos, de compañía para el Cristo o la Virgen del paso, también fueron acompañantes de cabecera para aquel lecho. Lo verdaderamente significante no es cada persona o cada hecho pequeño, atómico, sino la totalidad del cuadro.

 

Yo siento orgullo de ser pregonero en mi tierra. Conozco el papel que jugó este oficio en la historia y he aprendido lo lejos y lo atrás que se remonta. En los primeros documentos escritos de la cultura en Europa, - en la Ilíada, en la Odisea - aparecen heraldos, voceros, pregoneros, kérus - gritadores como decían en griego -.  No se comportaban como siervos, tenían trato de familiares queridos, mediadores de dioses y de hombres. En esos libros radicales se cantó, a veces, con el mismo fervor, al héroe y al pregonero. Fijaron el recuerdo de Epeos, pregonero de Agamenón; Idaios, el de Príamo; Tallibios en Esparta, quedo sacralizado después de muerto, como recuerdan relieves de Samotracia, por la ejemplaridad con la que llevó  su menester de pregonero.

 

Pregón, anuncio es, también, el sonido que rompe el respiro de un hermanaco cuando el Hermano Mayor hace sonar la señal para que el “paso” siga su movimiento y los hermanacos continúen en su esfuerzo: empujando hacia adelante y apretando hacia adentro, colocando los pies a trebolillo y sacando fuera las manos que sostienen las horcas. También es pregón el signo esperado con ahogo para que pare una imagen, cuando, a músculo tendido, sube “a la vega”; la fibra llega al punto de romperse; no para, sigue; hasta que, por fin, la gente respira al oír la señal del experto Hermano Mayor que, en el momento justo, lo detiene. Estas procesiones no pueden existir, si el pueblo no siente; ya sólo por este motivo, por ser fábrica de sentimientos, tales tradiciones no deberán olvidarse. Los antequeranos dan fe, ante el huésped, de como son un mismo pueblo, cuando entre todos arremeten por detrás de un paso, empujando, para que los hermanacos sufran menos subiendo al Portichuelo. “La vega” la suben todos los presentes. Todavía tengo clavado el grito de aquel año, hace más de treinta, en el que se vino abajo un costado de la virgen de la Paz, el derecho; fue en el último tramo de “vega”, en el último grito violento, antes del encierro.

 

Con el mismo sonido metálico se paran todas las “vegas” en las procesiones antequeranas: las que suben, como los pasos del Socorro o Santo Domingo. Pero, también hay “vegas” que bajan , como las del Señor de la Salud y de las Aguas. Llegué a llorar de pánico en ella cuando, una vez, muy niño; se me venía encima la imagen  y toda la delantera de gente corriendo, mientras mi padre, hermanaco entendido, se quedaba quieto sabiendo que la parada era inminente. O la “vega” de San Pedro que para poder subir y quemar los últimos esfuerzos, bajan cuesta las imágenes y las dejan viendo a lo lejos y arriba, la loma de la Cruz Blanca.

 

Con las imágenes frente a la baranda de la entrada de los trinitarios he oído maravillosas saetas. El “Ay” sostenido y agudo es antinómico, contradictorio. Canta el dolor o la pena imaginera de una Virgen antequerana, muchas veces apuñalada, mientras la letra refiere con religioso piropo la hermosura de la cara, rematando de manera que recuerda el molinete torero con el que se concluye la faena de capote.

 

La saeta empieza con grito dolido y concluye arrancando un “olé” entusiasmado y alegre. Es la misma antinomía de toda la lírica andaluza. He leído últimamente miles de letrillas para “tonás” de todas clases. La pena, el sentimiento, la lágrima es la emoción habitual, aunque cantada en toda clase de músicas. Al pueblo andaluz  hay que entenderlo; es muy sentimental, no es sensiblero. Cuando se pone verde también lo he visto agarrarse a la hoja que corta seca, afilarse igual  que las hojas como navajas de los olivos. La mujer castellana la he visto doblada, seria, trabajando la tierra. También he visto decenas de mujeres antequeranas, aceituneras, bajar la calle Nueva, con vestido y pantalón debajo, dispuestas a trabajar dieciocho horas, pero cantando. Cada pueblo tiene sus emociones y su paño. Yo soy de los que opinan que los hombres y las culturas, comienzan a dejar de serlo, cuando se parecen demasiado. Antequera es un pueblo de cuestas, por eso sus procesiones tienen “vega”. Al Infante Don Fernando cuando la vió viniendo de Córdoba no le impresionó por sus moros,   eran guerreros valientes, sino por sus cuestas. Debió ser más difícil subir hasta la muralla las bastidas y torretas, incluso las escaleras, que la misma rendición de la Alcazaba.

 

Para anunciar esas vegas procesionales, y las imágenes por las cuestas, he sido nombrado pregonero. Si viera las procesiones un teólogo de Salamanca, tal vez no comprendiera. El científico está acostumbrado a vivirlo todo, hasta la religión, en sus puras esencias. Pero, a los hombres le acontece lo que al agua. Cuando sale entre piedras, es de beber. Así corre las del “Nacimiento de la Villa”, aderezada con las sales que dejó en la filtración la Sierra del Torcal. Cuando es químicamente pura, el agua deja de ser potable. La procesión sale a la calle buscando pretendientes. Unos la miran por costumbre,  tradición, como a un traje de luces. Otros se inscriben en ella para pasearse. Hay muchos, que la ven pasar emocionados y en ellos se mezclan sensaciones estéticas, vivencias populares, emociones religiosas. Yo sé de antequeranos que al pasar la imagen preferida -hasta para las cosas de los cielos hacen los hombres normales preferencias-, medio vergonzantes, dejan que les salga por los ojos una plegaria sencilla que lleva colgada de adorno todos sus deseos, ansiedades, descontentos, sus ambiciones y sus miedos. Y la mirada se va para la Virgen o Nazareno. Esas miradas son de privilegio. Muchas personas durante años, ven las procesiones en los mismos sitios, se glorían de no haberse perdido ni un encierro de determinada cofradía. Son miradas buenas, inofensivas, que se dirigen al “paso” para que el “paso”, en forma muy elemental y periférica se les cuele por las pupilas adentro.  Hay extranjeros que vienen a España y siempre pasan por  Toledo para admirar un ratito el “Entierro del Conde Orgaz”; otros pasan sus vacaciones durante decenios admirando el mismo paisaje. Hay, a la entrada de Salamanca, por el camino de Madrid, un árbol reviejo y carcomido en postura inverosímil. Entre sus ramas maestras deja un hueco por el que se asoma la alfombra movida del río Tormes; sobre ella, un balcón corrido de sauces que lloran con sus caras cubiertas; sobresaliendo, la vieja ciudad de Salamanca con sus torres cejijuntas. Allí van muchos novios, repitiendo a diario una estampa de boda, con las mismas torres y el mismo árbol. Como si la estampa,  con marco, fuera en el hogar lazo tan estable como el sacramento. Es una manera  de inmortalizar un acontecimiento irrepetible por amontonamiento de datos.

 

Que nadie se extrañe, entonces, si hay antequeranos que han convertido en reliquia una procesión. Los pueblos son así. Recuerdan al soldado desconocido, veneran siete Vírgenes distintas, a sabiendas de que cada una no es sino el antropomórfico recuerdo evangélico de que Jesús también tuvo una madre allá, en Nazaret. En Semana Santa, la Semana Santa, deja que cada hombre derrame su vida en la calle, ante un paso, según su condición.

 

Hay también antequeranos ciegos, mozalbetes ligeros e inadvertidos, inútiles para una procesión, que también hablan en el concierto, que nunca entraron en el museo, que nunca vieron el retablo del Carmen ni entraron en el dolmen de Menga, que ríen y chillan indiscretos, entorpecen desaprensivos,... También para ellos pasa la procesión y tiembla la saeta, con pena, avisando que esperará paciente muchos años, hasta que un día salga a la calle de Antequera, más mayor y ya la sienta como un rasgo de su pueblo, de su vida, de su emoción  y hasta, puede que termine cofrade. Y si no, señalará a un hijo con el dedo diciendo que la imagen de la “Virgen de los Dolores” se guarda en la Iglesia de Santa Clara o Nuestra Señora de  Belén, junto a la Puerta de Granada. Los hombres somos así. Más de un israelita habría que del Jesús de Nazaret sólo apreció un día el porte y la prestancia, el color de la túnica; se le escapó Dios. No por eso dejó Jesús de pasear por las calles. Hay hombres recios como los muros del Torreón del Asalto o de la torre Albarrana de la Estrella. Junto a la Iglesia del Carmen, que preguntan despistados todos los años por los músicos en vez de por la procesión. Hay otra gente que solamente admite la parte más noble de su vecindario, la más culta, la mas puesta, la mejor hablada, la más titulada, la más interna. Le ocurre lo que con la fruta, esa parte coincide, precisamente, con el hueso; lo dulce, siempre está por fuera. Las procesiones no son de hueso, sino de carne, forman parte de nuestra necesaria periferia.

 

Las imágenes, las cofradías, las procesiones son la memoria religiosa de este pueblo. Sus profundos episodios van quedando en sus imágenes, a ella se pegan los sentimientos. Por el año 1.679 tuvo lugar en la Parroquia de Santiago, según me cuenta Don Rafael Artacho, un sorteo para cambiarle el nombre a una Virgen de la Paz. En aquella haza de labradores y hortelanos le cupo a la Virgen en suerte llamarse: Virgen de los Trabajos.

 

Versión histórica y humana de misterios religiosos es siempre la Semana de las procesiones. Nada de lo que el hombre dice o escribe sobrepasa nunca el antropomorfismo. La vida nazaretana de José, de María, de Jesús fue transformada en el credo por obra de una Alianza divina y un libro. Por la obra y gracia de una Semana, y unas procesiones, el Cristo de la salvación cristiana, siempre ofrecido en la palabra de los apóstoles impoluto como unos corporales, recibe una transformación inversa y como dijo Lorca:

 

Cristo moreno

pasa

de lirio de Judea

a clavel de España.

 

En las procesiones se antropormorfiza el misterio, pierde sublimidad, lo hacemos leño tallado, Virgen con terciopelos, pañuelo de pecho recamado y perdido de joyas, manojos de flores para que recojan las lágrimas, faroles trepidantes, baho permanente de cera, trompetas, tambores, campanas... Pero al cerrar los ojos queda a los antequeranos serios, en las paredes internas de los párpados, brillos de creencias que vuelven a las letras sobrias del Evangelio; o resumen los conceptos pacíficos y limpios, si los ojos que se cierran son de Samaritano.

 

Cada Cofradía inicia la ceremonia del trono, en las vísperas, con el paseo de los hermanacos, en traje de calle, yendo al amarre.

 

El amarre constituía todo un rito. Los hombres sabían que iba a ser dura la brega. Al nuevo, se le argüía sobre fragilidad de la almohadilla o se le recriminaba la ligereza con la que había anudado la cuerda. Cuando el trono lleve  horas en el hombro harán estragos los descuidos. De año en año, un hermanaco curtido en el campo, de manos enormes, morenas, acostumbrado a amarrar el brezo a la escoba, la testuz al yugo, la carga inmensa de heno a los puntales del carro, era el más solicitado por los veteranos. Supervisaba la mayor parte de los atados. Una almohadilla mal puesta, puede convertir la procesión en suplicio, inutilizar al derrengado y dejar un quintal más de peso sobre el resto de los hermanos.

 

Muchos hermanacos conocí que no tenían otro contacto institucional con lo sagrado que el que pasaba a través de una almohadilla de lana merina, bien amarrada; con ella, amparaba el hombro de carne de la dura madera de pino. La imagen le enternecía porque pesaba. Eran hombres sencillos y sinceros, colocados sin aspavientos debajo del trono. Miraban sólo hacia adelante, nunca miraba arriba; pero, llevaban a Dios o a su Virgen a cuestas. Y, ¡qué cuestas!. Que nadie se espante. En la Plaza de San Sebastián ven todos los años las procesiones un Hércules pagano con su clava y las imágenes desnudas de la noche y el crepúsculo. La Semana Santa en cualquier pueblo, es una encrucijada de emociones, un amontonamiento de historia y la oportunidad de renovar la fe para quien tiene la gracia de la creencia. El bando cofradiero es para todos los antequeranos.

 

Sonó la hora de preparar la túnica, casi siempre corta de talla. Los indiscretos pantalones constituían casi una defensa viril y laica frente a un traje con faldones y cíngulo. Pero, siempre aparecía el toque femenino, incluso con broche, de un pañuelo inmaculado en el cuello. El caminar de un hermano por la calle, en dirección a la Iglesia, es descuidado, sostiene la horca con alarde de músculos y balancea ufano el cuerpo sabiéndose mirado. Siempre el hombre ha hecho alarde de efebo, como las esculturas griegas; como los cristos imagineros, atléticos. Sócratres puso siempre por delante la vanidad del entendimiento porque, como dijo Aristófanes, fue feo y enfermo. Los Cristos de Antequera son humanos, como el Cristo de la Sangre del Real Monasterio de San Zoilo. El de Carvajal aguantó cinco mil latigazos y aun le queda mirada poderosa y voz suficiente para pedir perdón y otorgarlo.

 

Cuando se hace la noche, aparece nueva Antequera, te subes a un balcón y encuadras entera la calle de Estepa, la superposición de luces y de cruces ilumina y ensombrece de tal irrepetible manera el espacio que, como en los eclipses, hay que esperar a esta Semana para contemplar...

 

Cirio, candil

farol y luciérnaga.

La constelación

de la saeta.

 

Tal como lo describió García Lorca en su poema.

 

El lenguaje entero del hombre sobre el mundo, el objeto de las conversaciones, es un antropomorfismo. Damos a todo, por el lenguaje, cuño humano. Cuando los acontecimientos cambian, los pueblos mudan su fisonomía, o los hombres se van a otros lugares -lugares de otras gentes-, cada una advierte extrañado que también dan un giro las conversaciones. Las procesiones andaluzas, y en particular las antequeranas, son un reflejo antropomorfo del modo como habitan las ideas y las creencias en los hombres de estas tierras.

 

El despacioso proceder de los tronos por las calles es la firma del andaluz de paso lento. Cantarle a una imagen en la plaza una saeta es reverbero del modo de ser andaluz, que paladea el sufrimiento y lo muestra; Andalucía es el país de la pena y sus gentes, de las que mejor saben expresarla:

 

“Dije la pena cantando;

sufre más el corazón

que si la digo llorando”.

 

De ahí que este pueblo, cuando lee el evangelio, espulga y entresaca, como ninguno, la pena de sus relatos. Pena y lágrima no es lo mismo. La pena es un modo de perceptividad, un sentido interior al que no se le escapa un mundo de indicios; no es mera excitación es también advertencia, según indica aquella coplilla:

 

El talento me enseñó

que la soleá es ruio

que sonaba con razón.

 

En Antequera no hay un solo trono que no sea un carro de pena. “La Pollinica” y el “Resucitado”, los vi salir por primera vez, fueron comentario por la dificultad que tenía la gente, entonces, para conjugar la Semana Santa con las palmas de Elche o los himnos triunfales; sabían ya concordar la marcha guerrera de una banda legionaria, o el atronador acopio de tambores; lo más difícil fue incorporar la alegría pura de dos acontecimientos cristianos, dentro del ciclo de vivencias tradicionales. Este pueblo es muy abierto y receptivo. Si hoy no salieran estas procesiones, el pueblo sentiría pena. Le faltaría parte de razón a la Semana Santa. Esto cuesta entenderlo a otras gentes, para quienes pena es sinónimo de castigo, correctivo, multa o sanción. La pena es un modo de pensamiento, un particular modo de percepción y de expresión. En la Semana Santa antequerana se contemplan y meditan los misterios convirtiendo en vocablo el propio drama humano que dio cuerpo al acontecimiento evangélico.

 

Sólo así se averigua el motivo por el que en el recorrido de una procesión se buscan e indagan recursos que mantengan el órgano perceptor de la pena, agudo y alerta. No otro sentido tienen estos encuentros metafísicos de tres tronos, consecutivos durante horas y que, antes del encierro, inician un encuentro infinito e inverosímil; con el encuentro la gente se penetra del sentimiento y la razón por los que un buen profeta mantuvo su palabra; Y, por ella, recibió muerte ante su madre y sus impotentes compañeros. Tal hecho es un perenne motivo de pena. En unos de esos encuentros confluyen dos crucificados y una Virgen: el Cristo Verde, el Cristo de la Sangre y la Virgen de la Vera Cruz.

 

Por el contrario de una procesión, Antequera dibuja en el suelo, con las velas de los capiruchos, el signo que integra lo más denso de la vida de los hombres, la vida que pesa, la que cursa lenta, la que hay que traducir al que viene de fuera, sin ser de esta vega o estas serranías. En los días de Semana Santa, miran con atención hacia el suelo, para ver las procesiones, las más inteligentes, las más profundas de las estrellas. ¡Que dejen tranquilos a los pueblos, los que no quieren más que vivir de la prisa y de lo que,  por unos días, califican de esencias!.

 

He ido desgranando, ante ustedes, parte de mis pensamientos; los que tendría si fuera de esquina en esquina anunciando el bando, como los pregoneros de Castilla. Entre calle y plaza yo iría rumiando mis recuerdos y dejándolos colgados, uno en cada sitio. Cuando se vive lejos, mientras más tiempo pasa, aun estando fuera, cada vez es mayor el número y el relieve de los acontecidos.

 

Ustedes me evitan el paseo y permiten que, de una sola vez, yo eche la primera espuerta de tierra como D. Fernando cuando conquistaba la fortaleza. Y, después, todos ustedes, de boca en boca, se pasarán la noticia de que este año, otra vez, volverán a salir a la calle las procesiones.

 

¡Por Dios, que no llueva!

 

Yo vi preocupada, hace muchos años, a la Virgen del Socorro por el palio; cogió a los tres pasos de arriba en plena plaza de San Sebastián, y de salida, una tromba de agua implacable. Hubo un hombre devoto que llegó a ponerle al Cristo su propia gabardina. Los tronos dieron la vuelta. Cómo tardó el pueblo en tomar la decisión; para él fue una decisión tremenda.

 

¡Que no llueva, por Dios!

 

Si yo, hablando bajito, pudiera elegir el instrumento de pregonero, como la bocina en Castilla, elegiría aquí, en Antequera, una campana. Por ejemplo, la campana Valvanera, la más pequeña de la Trinidad, que me vio jugar cuando era chico. Primero daría tres repiques alegres, luego, cuando se hiciera el silencio, para que me oyeran en las cocinas, en los conventos, en las oficinas, en las tiendas y en las hazas, incluso en las grandes, iría pegando las voces y diciendo lo que es mi obligación:

 

“Antequeranos: por voluntad del Señor y la Virgen, por orden del pueblo y el beneplácito de los sacerdotes, se hace saber a todos, que deben salir las procesiones; preparen las túnicas, limpien y dispongan los tronos, ensayen los músicos, amarren bien los hermanacos. Dentro de las casas no deben quedar sino los enfermos. Para ellos será cada temblor de cirio y de candelabro. Que todos peguen un repaso en sus corazones y los escamonden para que no se queden por el aire ni los buenos pensamientos ni las buenas intenciones. Afinen sus gargantas los saeteros y, entre todos, paseen con dignidad por las calles de Antequera los misterios. Por voluntad del Señor y la Virgen, por orden del pueblo y el beneplácito de los sacerdotes.

 

Terminado el bando y cumplida mi misión de pregonero, mandaré que calle la Valvanera. Me iré a otra esquina pensando que la tierra sigue siendo nuestra tierra porque cambia muy despacio. Un pensamiento me ronda y, porque me quema, lo suelto. El día que dejen de salir las procesiones, ese día, y no por la distancia o los años de ausencia, Antequera dejará de ser mi pueblo.

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