Agrupación de Cofradías de Antequera

Plantilla creada por Conexanet

(1978) D. Baltasar Peña Hinojosa

Cartel  de Francisco Duran

 

 


 

PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE ANTEQUERA

 

 

PRONUNCIADO EN LA IGLESIA DE NUESTRA SEÑORA DE LOS REMEDIOS

LA SEMANA SANTA DE 1,978

 

POR

 

 

D. BALTASAR PEÑA HINOJOSA.

 


 

Datos biográficos de D. Baltasar Peña Hinojosa

El escritor y poeta D. Baltasar Peña Hinojosa, nace en el año 1.906 en Campillos (Málaga) y que por vecindad con Antequera, habiendo estudiado en el Instituto Pedro Espinosa, de siempre ha estado muy vinculado a ella por lazos de proximidad y amistad. Cursa sus estudios de Derecho en Sevilla.

 

Sus aficiones poéticas las expone en una nota a la edición de VII poemas, en los Cuadernos de María José de la Librería Anticuaria de Málaga: “Mi afición literaria se ha manifestado en dos libros de versos publicados con un intervalo de 23 años; Miniaturas en 1.927 y Rutas Íntimas en 1.950.

 

Cultiva la amistad del Profesor Salinas, de Collantes, de Cernuda, de Romero Murube, de Alaxandre, de Altoaguirre,  de Prados, de Alberti, de Pérez Clotet, Guillermo de la Torre, Caffarena y de su primo José María Hinojosa.

 

Colabora intensamente en la prensa malagueña con temas artísticos e históricos. Ostentó la Presidencia de la Sociedad Económica de Amigos del País desde el 1.946 y la del Instituto de Estudios Malagueños, del que fue fundador.

 

En el 1.946, la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo le nombra académico numerario y en el 1.976 fue incluido en la terna y nombrado posteriormente Presidente de la misma. Académico correspondiente de la Academia de San Carlos de Valencia y Santa Isabel de Hungría y de Buenas Letras de Sevilla.

 

De 1.945 a 1.956, ocupa la Presidencia de la Diputación de Málaga, en cuyas fechas se creó el Centro Coordinador de Bibliotecas y de la Biblioteca Provincial Canovas del Castillo. Durante su mandato se crea la Caja de Ahorros Provincial de Málaga desarrollando una amplia labor cultural que culmina con la creación del Museo de Artes Populares en el Mesón de la Victoria.

 

De sus escritos destacamos: Miniaturas. (poesía 1.927), Rutas Íntimas. (poesía 1.950), Pequeña Historia de la Villa de Campillos. (1.960 y prologado por Caro Baroja), Los pintores malagueños en el siglo XIX.  (1.964), VII poemas. (1.966), J. Gartner. (1.967), Ferrandiz y Fortuni. El genio y la amistad. (1.968), Poemas de la Semana Mayor Malagueña. (colaboración con Luis Estrada. 1.970), R. Verdugo Landi. (1.971), Barros Malagueños. (1.971), J. Nogales. (1.972), Siete pintores y un tema. (1.973) y el Pregón de Semana Santa de Antequera. (1.978)

 


 

P R E G Ó N

Hace casi cincuenta años, cuarenta y cinco para ser más exacto, en Abril de 1.933 venía yo a esta Ciudad invitado por un grupo de amigos a dar una conferencia en la inauguración de una Asociación Agrícola. Mis primeras palabras en aquel acto fueron estas:

 

“Cuando ligan tantos afectos como a mí me ligan con los labradores antequeranos, cuando se tienen idénticas preocupaciones e idénticas inquietudes, cuando las cercanías de nuestros pueblos me permite que os llame paisanos, sobran en absoluto las palabras rituales de saludo, porque el más afectuoso y sincero puede condensarse en estas dos palabras: Amigos míos.”

 

Y.... ¡como ha añejado la solera de vuestra amistad, heredada ya de algunos que se nos fueron, por sus hijos y hasta por sus nietos!.

 

Que mejor prueba de ello, que mi predecesor en este acto Luis María Anson, porque este apellido me lleva en este momento a recordar mis años de estudiante, cuando compartía amistades, tertulias y hasta fonda, con un antequerano que ya por aquellos años destacaba (por su preparación y sapiencia) en la vida jurídica madrileña.

 

Este antequerano era mi entrañable amigo Martín Anson, padre de Luis María. Para el que se fue, mi mejor recuerdo; para su hijo, mi decidida voluntad de ofrecerle el aprecio que tuve a su padre.

 

Se cuenta de un Obispo, que al llegar en visita pastoral a una pequeña aldea de su Diócesis, encontró a las autoridades en las afueras del pueblo, y como bienvenida del Cura, esta asombrosa advertencia:

 

Tendrá que perdonarnos su Eminencia el que no le recibamos como merece, con un sonoro repique de campanas. Por tres razones. La primera, porque no hay campanas...

 

El Obispo le atajó con ligera ironía.

 

Pues creo, señor Cura, que puede usted ahorrarse las otras dos.

 

Igual debió pasarme a mí cuando la benevolencia de vuestro Alcalde me ofreció este pregón de vuestra Semana Santa, ya que debí excusarme de ello por varias razones, y la primera, porque yo no he visto nunca la Semana Santa que vengo a pregonar.

 

Pero como vuestra Ciudad tiene un bonito lema, Antequera por su amor, lleno de poesía y de desprendida generosidad, y como “por el hilo de la nostalgia se saca el cabo del amor”, precisamente por ese amor con que siempre me ha recibido Antequera, yo no debía ni podía pagarle más que con la mejor moneda que paga el amor, la entrega desinteresada. Y cuan generosamente me siento pagado, por esas amables palabras de mi presentador Juan Alcaide, certeras y rigurosas, como todas la suyas, aun cuando desbordadas por el afecto. Y  os he de confesar que a su vez ha sido el más personal inspirador de muchas de las auténticas emociones que trataré de evocar en mis palabras.

 

Y os he de hacer una advertencia previa. Para entretejer los mimbres de estos minutos de amistosa charla, me vais a permitid que los recolecte de vuestro propio huerto, de vuestra propias y más representativas voces, de vuestros poetas y de vuestros escritores, única manera de adornar el pobre cañamazo de mi pregón con la más limpia experiencia y el gracejo de sus propios hijos. O dicho con mayor llaneza: vengo a hacer un ramo con vuestras propias flores, solicitando por adelantado vuestro perdón si no cito los nombres de los jardineros que las sembraron.

 

Antequera es historia.

 

¡Antequera!

Dicen tus murallas que fuistes guerrera,

son como las piezas de rota armadura

que, tras el combate, nadie recogiera;

son, en el olvido, la voz que perdura

cantando que el cielo tocó tu quimera.

Estas viejas torres, que se desmoronan,

fueron tu invencible coraza de acero:

la paz la ha roto, ya no te aprisionan.

Ha dejado la almena el guerrero.

Y tras guerrera, labradora en esa fértil vega,

primero amada imposible

y luego esposa entrañable y tierna.

¡Las armas de guerra tornáronse azadas

y arados y hoces!

Al suelo inclinados guerreros feroces,

detrás de los bueyes pausados y lentos,

marcharon valientes, rompiendo la arcilla;

abrieron sus fauces los surcos hambrientos,

y en lluvia de oro cayó la semilla.

 

Cada incremento de la Ciudad fue señalado por una Iglesia, de modo que apenas hubo casa que no estuviera bajo la sombra de un campanario, no ya al alcance de las campanas

 

“Iglesias, iglesias, iglesias, en el centro y en los barrios, en la parte antigua y en la parte moderna, en el más apartado recinto y al borde de la carretera. Iglesias, las parroquiales, e iglesitas, las conventuales de monjas y las apartadas y silenciosas sin culto, excepto en los pocos días de jubileo y la época de las novenas”. La vida de este pueblo es como un sonar perenne de campanas.

 

Todos los años a la primavera antequerana la cruza un ramalazo de dolor.

Las Iglesias de Antequera están llenas de Santos, de Vírgenes y de Crucificados. Desde hace muchos años, porque es cristiana desde principios del siglo XV. Y vuestra primera Iglesia del Salvador fue edificada sobre la misma mezquita.

 

En una de estas Iglesias, la del Colegio de Padres Terceros y allá por el año 1.527 se fundó vuestra primera Cofradía para el culto y devoción del Dulce Nombre de Jesús Nazareno, por dos hermanas Terciarias, de hábito abierto, que vivían en la calle de Palomos.

 

En 1.585, el Padre Alejandro Rossi establece la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús, en el mismo Colegio, en el mismo altar y con la misma imagen, para combatir la impiedad, los juramentos y las blasfemias, una especie de Sociedad de la palabra culta, con el cargo de procesionar la efigie del Nazareno, los viernes de Semana Santa hasta el cerro del Calvario de la Vera Cruz.

 

Al poco tiempo llegaron los Dominicos a fundar casa en Antequera, posesionándose, según afirma un historiador de la época, como amos y señores y sin tomar siquiera el parecer de los cofrades, de la casa de la Cofradía de los niños expósitos de Nuestra Señora de la Concepción en la plaza de este nombre.

 

Ordenado por el Pontífice Pío V que las Cofradías del Dulce Nombre de Jesús Nazareno estuvieran en los Conventos Dominicos y que de crearse en otra orden la Hermandad recayera siempre en ellos, la comunidad antequerana solicitó, como regalía y en virtud de estas reglas, que la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús Nazareno situada en el Colegio de los Padres Terceros se trasladara a su Convento con la Santa Imagen, originándose un largo pleito y enconadas banderías, a la cabeza de las cuales figuraban las dos familias  por entonces más encumbradas de Antequera, los Chacones,  pertenecientes a la Cofradía del Dulce Nombre, establecida en Santo Domingo, llamada luego de Abajo, y los Narváez, patrones y protectores de la Cofradía de Jesús Nazareno en la de Santa María. Resuelto el pleito, la Cofradía de Jesús Nazareno se trasladó a la iglesia situada en la parte más alta de la Ciudad, lo que le valió el nombre con que hoy se le conoce.

 

No cesaron con ello los disgustos y las emulaciones. Motivos: El deseo de monopolizar la devoción del Santo Nombre de Jesús. Ya comenzaban a aparecer los monopolios.

 

Las rivalidades familiares de los cofrades de una y otra. Güelfos y Gibelinos, Capuletos y Montescos, Verdes y Morados, Californios y Marrajos.

 

Lo agresivo de la riqueza que cada uno exhibía en las procesiones, e incluso el aburrimiento de la vida antequerana en aquellos años, que les hacía entregarse con entusiasmo frenético a unas fiestas, que significaban un paréntesis liberatorio del fastidio del resto del año.

 

Consecuencia inevitable de todo ello, disgustos familiares, escándalos, lujos improcedentes, pleitos que llegaban hasta la Rota, sabrosas anécdotas como aquella de los cestillos de plata fabricados por los de Abajo para recoger la cera de los cirios de los penitentes y copiados en mayor número al otro año por los de Arriba, pero con la particularidad de presentarlos sin fondo para demostrar que ellos eran mas desinteresados, llegando a veces al secuestro de alguno de sus titulares y a la separación matrimonial por defender diferentes posturas cada cónyuge. La de Arriba o la de Abajo.

 

Y tras estas advocaciones, los Dolores de Belén, la Soledad y el Santo Entierro del Carmen, el Consuelo de San Pedro y otras muchas, hasta las más actuales del Mayor Dolor, de los Estudiantes o del Rescate, facetas de un pueblo que sabe expresar sus amores o sus dolores con expresiones tan variadas como expresivas.

 

Con esto pongo punto final a la historia por ser para vosotros sobradamente conocida.

 

Vengo a pregonar vuestra Semana Santa, que no necesita de pregonero porque su fama y su importancia la pregonaron ya sobradamente para que todo el mundo la conozca y aprecie, y la primera pregunta que yo a mí mismo me formulo, es esta:

 

¿Qué es la Semana Santa?

 

¿Es un espectáculo? Y si lo es ¿paganizado?, ¿Cristiano?.

 

¿Es una obligada consecuencia histórica?

 

¿Es un culto? ¿Es un rito? ¿Es un símbolo?

 

¿O es como también se ha dicho recientemente, un masoquismo religioso que enaltece y recuerda el dolor de Cristo y de su Madre, sin pensar que ese dolor es un camino hacia la vida y la resurrección?.

Para mí vuestra Semana Santa y todas las Semanas Santas españolas, no son nada más y nada menos que una devoción popular que debemos considerar, conservar, estudiar y perfeccionar.

 

La Semana Santa puede ser un espectáculo en cuanto mueve nuestro ánimo y nos infunde incluso el asombro, el dolor, la confianza o el recuerdo de los pasajes de nuestra Redención. Pero ese espectáculo se diluye en el alma herida del cristiano para hacernos comprensibles, lo que de otra forma habíamos de admitir por el ciego camino de la fe.

 

¿Es una consecuencia histórica?. Lo es y no lo es. Porque si los años lo han añejado en sus manifestaciones externas, el estado de ánimo de quienes la contemplan, es como ha dicho un antequerano “un recrudecimiento del dolor antiguo” que se renueva en el choque emocional de cada año.

 

¿Es un culto, o un rito, o un símbolo?. Lo es, pero desbordado y personal en el que los fieles son exclusivamente los que lo ejercitan, y es a su vez símbolo porque contiene la presencia de lo que simboliza.

 

¿Es un masoquismo del dolor religioso?. El hombre, por mucho que piense en la resurrección no puede nunca de dejar de pensar en la Cruz. En la suya y en la de Cristo, o en la suya sola si no se ha atrevido a desclavar a Cristo.

 

Es un derecho de propiedad irrenunciable que se está ejerciendo siempre mientras se vive. Y aunque queramos socializarlo, cada cual tendrá que llevarla en sus propios hombros.

 

Es quizás lo que nos iguala más a los hombres, y ¿para qué suprimirla, a lo mejor, en nombre de otras igualdades?. Tal vez los que quieran despojar a Cristo de su Cruz, lo hagan con el sólo e inconsciente deseo de librarse ellos de la propia.

 

Hace unos días, aseguraba Eugenio Montes “Lo cristiano es sufrir los unos por los otros. Lo católico, abrazarse con los otros los unos”.

 

Se asegura con razón, que la teología necesita con urgencia la experiencia religiosa contenida en los símbolos y narraciones del pueblo.

 

A ello tiene que acudir si no quiere morir de hambre. No es lícito robar al pueblo sus tesoros en nombre de la crítica.

 

Imagen es imaginación, plasmación de sentimientos o de los instintos profundos sobre el registro de lo representativo.

 

Pero tengamos también en cuenta que la mística popular puede también convertirse en una mixtificación popular. Evitar esto ha de ser vuestro principal cuidado.

 

Vuestras procesiones son una herencia medieval que han ido sintiendo a través del tiempo la necesidad de prestar nuevas formas plásticas a todo lo santo, de darle contenidos rotundos para que se graven en el celebro como una imagen neta, impresa, pero con un evidente peligro de superficializar la idea central.

 

Buen ejemplo de ello ha sido que para algunos fundadores de Ordenes Religiosas y para algunos cofrades de vuestras Cofradías, era cuestión principal el color de sus hábitos o de sus túnicas.

 

Vuestra religiosidad popular ha llegado a conseguir un verdadero espectáculo total. En vuestra Semana Santa el paso centra una serie de actos ornamentales en un contexto ambiental de la Ciudad, con sus cuestas y sus calles pinas que terminan en las propias murallas, sus rincones evocadores, sus balcones y sus gentes. Y entre todo ello, envolviéndolo todo, esa atmósfera rural, que conjuga en la noche de plenilunio, los últimos resplandores del sol que se oculta por las alturas de la Torre del Acho a la salida procesional, con los fulgores de la luna y las estrellas durante el desfile, y los primeros claroscuros de la mañana que siluetean el perfil de la Peña de los Enamorados, cuando se van a encerrar.

 

Y en el aire, la saeta del mocito a la Virgen de Arriba.

 

Encanto del Portichuelo

allá voy a saludarte,

que si no te veo hace un año

nunca dejé de rezarte.

 

Y esta otra voz de mujer que suspira, canta y ama.

 

Virgencita de la Paz

un clavel voy a ofrecerte,

otro le llevo al cristiano

al que me unirá la suerte.

 

O esta, descendiente en su ritmo de la seguidilla gitana, rotunda, escueta y descarnada.

 

Por envidia te azotaron,

por orgullo te prendieron,

y tus ropas los sayones,

aluego se repartieron.

 

En toda la liturgia de la Iglesia no se halla música sagrada que, como esta, conmueva al pueblo, porque con la misma voz canta, entre inciensos, los pesares de un Dios Hombre, que entre azahares y jazmines “las duras de los proves”.

 

Saetas todas ellas que, como dijo vuestro poeta,

 

“clarinean en la tarde, luminosa y florecida,

como ofrenda de cariños, maternal y dolorida,

como hipérbole de aurora, pura, cándida y triunfal.

 

Y nos dicen tus palabras de románticas creencias

que ha forjado, poderosas, con la luz de tus cadencias,

un cantar, una plegaria y un sonoro madrigal.”

 

Y a los gritos de ¡A la Vega! ¡A la Vega! sube la procesión por la cuesta de Zapateros, por esas calles brillantes de pisadas, con grandes lozas resbaladizas en las aceras, y un farol azul, y los zaguanes de las casas frescos y penumbrosos.

 

Calles con nombres de oficios entrañables por las que suenan suaves o vibrantes los sones apagados o marciales, que todo lo permite la variedad de las advocaciones de sus Vírgenes, y el pueblo de acá para allá, de paso a paso, de procesión en procesión, subiendo y bajando cuestas sin cansancio, porque en esta semana el cansancio está prohibido, hermanado, como los hermanos lo están en la propia procesión, como los hermanacos que la llevan sobre sus hombros, aun cuando los infantiles campanilleros y los angelitos y los tarjeteros, portaestandartes o portaguiones, con sus túnicas bordadas, sus azucenas, sus pesos y sus alhajas, rompan con su inocente boato la seriedad del momento, sin rebajar en lo más mínimo el valor humano de lo popular en estas celebraciones religiosas.

 

Tirones tras tirones, las mejillas de la Vírgenes parecen se aureolan con el esfuerzo de la subida hasta el Portichuelo y quedan plantadas en lo alto, mirando al campo, a esa vega cubierta de huertos, de barbechos y de sembraduras, que así es y así la viera Washington Irving. O a esos montes “tersos, turgentes, duros, como el pecho de una mujer joven”, que ciñen el contorno ciudadano de las casas humildes que siembran de albura el paisaje quebrado.

 

Las tan cacareadas rivalidades entre vuestras Cofradías, son, si nos adentramos en su estudio, reflejo natural de nuestras características raciales y de los defectos y virtudes del vivir diario.

 

Se ha hablado mucho de los enormes dispendios de las Cofradías. La riqueza cofradiera antequerana no es fruto de una generación, sino de veinte. Del esfuerzo de muchos años y muchas gentes, que de no haberse aplicado a estos fines hubiese desaparecido sin duda en empresas banales, de las que no quedaría recuerdo alguno.

 

Pero todo ello, ni puede tener una importancia decisiva, ni desvirtúa en absoluto el efecto religioso e incluso social de las cofradías a través de la historia.

 

También los literatos rivalizaron, con elogios y metáforas, a sus Vírgenes preferidas, aunque en ello no quepan exageraciones, porque no puede tener medida el amor a  María.

 

He aquí los elogios de un antequerano de Arriba a su Virgen del Socorro, tan llenos de ingenuidad como de fervor.

 

Que no digan “Hay tres Jueves

que relucen más que el sol”

pues tiene un Viernes mi tierra

que vale por un millón.

Que no me digan, repito,

que se me enturbia el humor,

y soy capaz ¡pero mucho!

de una desaborición.

¿Dónde hay Jueves como el Viernes

de la Semana Mayor

cuando sacamos acá

de Arriba la procesión?

¡Qué mozas en los balcones!

¡Qué caras, eterno Dios!

¡Y que lujazo en la calle!

Y cuanta estupefacción

les causa a los forasteros

nuestro místico fervor.

¡Qué Virgen la del Socorro!

Si al Portichuelo asomó

todos los ojos se entornan

como heridos por el Sol.

Viva nuestra Madre. ¡Viva!

gritan todos. También yo,

y crece y crece el gentío

y aumenta la animación,

y cuando el astro del día

tras Gandía se escondió,

los cirios y las bengalas

que lucen en profusión,

iluminan a porfía

aquel rostro encantador

de la Virgen que socorre

toda pena y aflicción.

 

Y he aquí otra estrofa de un cofrade de Abajo, al que no le importa le llamen seboso del de Arriba, con tal de hacer patente su satisfacción por contemplar su procesión en la calle.

 

Este año de nuevo salimos los sebosos,

sacamos a la calle nuestros pasos lujosos

de rica y elegante, hermosa procesión.

Y damos a Antequera, a nuestro pueblo amado,

el siempre apetecido, pedido y deseado,

momento delicioso de grata sensación.

 

Ninguno de ellos quedará sin duda en las antologías poéticas, pero los dos salieron de corazones fervorosos y para mí, aun con sus jactancias, tienen el valor de casi una oración.

 

En algo sin embargo, no han tenido rivalidad alguna, poetas ni prosistas antequeranos, con ser los escritores casta de difícil unanimidad. En la belleza de las mujeres que alegran esta Ciudad.

 

Quizás nadie mejor que un poeta vuestro, supo recoger en el breve espacio de una décima lo que significan para los antequeranos esas mujeres que son sin duda, con sus mantillas o sus pañuelos, o su negro cabello, las mejores flores y el mejor adorno de los desfiles procesionales.

 

Antequera mujer;

escucha al pobre juglar

que osa a tus plantas llegar,

pues quiere la gloria ver,

y en cambio el juglar te jura

por su cielo y su ventura,

que mientras pise este suelo,

será su grito de guerra:

Para querubes, el cielo,

¡Para mujeres, mi tierra!

 

Si nos adentramos en ella, para desentrañar las virtudes de la Semana Santa, la propia antropología ha descubierto en las civilizaciones más antiguas, manifestaciones inequívocas de las variantes más insospechadas de la religiosidad popular en el campo de lo festivo, con implicaciones incluso de sistemas económicos.

 

La fiesta es tiempo de exceso. Todo se vuelve desmesurado, se ofrecen generosamente las flores, y los vinos, y la música, los estandartes, las velas, los bordados, las medallas, los vestidos, y el barroquismo en todos los símbolos.

Ahora bien, el elemento religioso da a este festejo comunal la dirección adecuada. El público en él, hace de Iglesia, y la Iglesia, pueblo, pueblo de hombres y pueblo de Dios. Y esto lo tenemos a nuestra vista en un pueblo a pocos kilómetros de aquí: Puente Genil, donde se remozan cada año las perdidas fraternidades de otros tiempos, para celebrar estas fiestas en lo que llaman Cuarteles, que no son otra cosa que unidades sociales intermedias, donde se unen, comen, cantan, beben y rezan, en fraternal comunidad de bienes y sentimientos para preparar el festejo sacro.

 

¿Qué enseñanza podemos sacar de todo esto?. Una muy fácil y sencilla que os diré aun a riesgo de que os sepa a sermón.

 

Ahí esta la Vega, para cuidarla cada vez con más mimo y más solidariamente con quienes la trabajan. Imitad vuestra conducta de Semana Santa. Aumentemos esa comunidad que desgraciadamente se está haciendo cada vez más insolidaria.

 

Ahí están los llanos del Arroyo de las Adelfas, esperando vuestras fecundas iniciativas de trabajo y de riqueza. Ahí esta vuestra Ciudad para que los enamorados de ella, que creo que lo sois todos, la alhajen y mimen como en su Semana Santa.

 

Antequera está ahora, sin duda, en un momento crucial de desarrollo, los ojos de Andalucía se han posado en ella. Pero los antequeranos tendrán que ser sus principales protagonistas.

 

Cuenta vuestra historia que Gonzalo de Córdoba, cuando se encontraba en Antequera, donde aprestaba su ejército -el ejército de Nápoles- recibió la orden de licenciarlo y de regresar a su castillo de Loja.

 

Antes, hizo venir al campo de Antequera en joyas, dineros y vestidos, hasta cien mil ducados y los repartió al ejército. Esta liberalidad asombró a la gente, pero él decía “nunca se goza mejor la riqueza que cuando se la reparte”.

 

No os voy yo a invitar a que imitéis a Gonzalo de Córdoba, ni tampoco si lo hiciera me harías caso como es lógico, pero sí tenéis que poner todo vuestro esfuerzo en el trabajo en solidaridad, para que esta tierra bendita por la naturaleza, pueda seguir  presidida siempre por esa Paz, que ha de salir de los de Abajo y de ese Socorro exigente y desinteresado de los de Arriba.

 

El pueblo tiene su propia teología.

 

Quizás podría asegurarse, que aman más a Dios con el corazón que con la cabeza, con los sentidos, que con las potencias del alma.

 

Pero hay una razón sobre el valor de la Semana Santa, que es para mí la más convincente. La vida de Jesús fue una verdadera Semana Santa, Allí estaba Jesús y la Virgen, y la Magdalena, y el buen ladrón, y hasta Caifás y Pilatos. Como estarán dentro de unos días por vuestras calles y por muchas otras calles andaluzas.

 

Se ha variado el escenario. Vamos a pasar de Jerusalén a Antequera.

 

Han variado los protagonistas. Los de Judea eran de carne y hueso, como nosotros, y los de ahora, los tallaron y alhajaron una piedad antigua y una fe arraigada y pura.

 

Pero en cambio, el pueblo es el mismo, porque al fin y al cabo los cristianos de hoy, los que vais a ver a Jesús por vuestras calles, o vais a llevarlo a hombros, sois los descendientes espirituales de aquellos primeros cristianos que se quedaban embobados ante la taumaturgia de quien sanaba enfermos, daba luz a los ciegos y resucitaba a los muertos.

 

Y los mismos también, por qué negarlo, que gritaron ante el Pretor ¡Crucifícalo! o lo vieron pasar por la calle de la Amargura, como vosotros vais a verlo pasar por las vuestras, o clavado y exánime en la Cruz, más tosca sí, pero de igual forma que la que hoy adoramos.

 

Ni aquellos judíos sabían la trascendencia de los momentos que estaban viviendo, ni nosotros, cristianos, ni los que nos sucedan, lo sabrán tampoco. El misterio de la vida y de la muerte de Cristo, aunque a algunos pueda parecerle heterodoxa mi afirmación, sigue siendo un misterio, que al no comprenderse, lo mejor es sentirlo, vivirlo nosotros mismos, y si no me lo admitís, incluso escenificarlo con la lógica imperfección de quien traduce un lenguaje divino a lo humano.

 

¿Que los hombres y los siglos lo han falseado?. Que duda cabe que sí. Pero ¿qué institución ni qué sentimientos, ni incluso qué normas, a excepción de los mandamientos, han podido resistir la corrosión del fluir constante de los días y la variación inexorable de las circunstancias?.

 

Si hasta la mejor belleza natural, de la persona humana, que es su desnudez, porque así nos hizo el Señor, sin disimulos, sin vanidades, sin vergüenzas, y sin provocaciones, ha tenido que disimularse con tapujos, cuando fijó en ella el hombre sus ojos con erotismo o con refinamiento, cómo nos puede extrañar que la rigidez ascética de una Cofradía se halla desvirtuado más o menos por añadidos presuntuosos, por rivalidades casi infantiles, que las más de las veces no eran otra cosa que la disimulada tapadera de conflictos más hondos y sin ningún engarce religioso.

 

Hace unos años, tuve la suerte de ir a Jerusalén. Es realmente extraño que nuestra Ciudad Santa sea tan poco visitada por los cristianos españoles. Mientras los árabes visitan la Meca por lo menos una vez en su vida, los españoles tenemos que contentarnos con recordarla a través de estas fiestas religiosas.

 

Una de las cosas que más me impresionó de Tierra Santa fue el breve espacio donde se desarrolló la vida de Cristo. Si la plasmáramos sobre vuestra comarca de seguro nos sobraría terreno para situar correctamente los nombres evangélicos. Jerusalén, Belén, Jericó, Nazaret, Emaús y tantos otros de tan entrañable sonido y recuerdo.

 

Si a Jerusalén la ubicamos en Antequera, Belén podría ser Cartaojal, el Huerto de los Olivos el de Perea, El Mauli, Betania, Jericó en Archidona, el Mar Muerto las lagunas de Fuentepiedra, el Jordán, el Guadalhorce, o incluso el embalse del Chorro, el Mar de Galilea. Y más me sorprendió, (porque allí se empapa uno más de Dios Hombre que del Ser Divino) pensar que una vida tan corta y de tan reducido ámbito, se hubiera podido difundir por todo el  ruedo de las tierras conocidas hasta entonces.

 

Empezamos el recorrido de la Vía Dolorosa por una pequeña capilla en donde nos hacen fijar la vista en las piedras del suelo.

 

Se distingue perfectamente el viejo solado del Pretorio y el de la calle, por las estrías talladas en la piedra para que se agarren los caballos. También se distingue el dibujo que sirvió de motivo a los legionarios para jugarse la clámide del Justo.

 

Nos convencemos sin tener que recurrir a la fe, de que hemos dado con lo que deseábamos.

 

Aquí estuvo Jesús. Fueron  estas mismas piedras tal vez, las que desgarraron sus pies en los primeros pasos con la Cruz a cuestas. Nos cala más hondo el concepto histórico que el emocional.

 

El testimonio de la piedra nos resulta tan firme como la piedra misma.

 

Tú eres piedra, como el símbolo exacto de la inmortalidad.

 

En la primera estación de aquel Vía Crucis tan real, yo me permití, a pesar de que nos acompañaban catorce sacerdotes, abrir la primera estación con este soneto que va a ser precisamente el que cierre mis palabras de hoy, porque creo que también expresará vuestros pensamientos de estos días Santos.

 

He pisado mi Dios donde has pisado

he sufrido Jesús donde has sufrido

me he sentido nacer donde has nacido

y en tu mismo Jordán me he bautizado.

 

He visto de cerca y tan cercado

por el dolor humano que has vivido

que si como mi Dios no te he seguido

te comprendo Jesús humanizado.

 

Si no te supe amar omnipotente

ahora quiero seguirte humildemente

con la sencilla fe del galileo.

 

De Belén al Calvario hay poco trecho

y así he sentido dentro de mi pecho

las ansias del Pastor y el Cirineo.

 

Nada más.

 

Muchas gracias

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