Agrupación de Cofradías de Antequera

Plantilla creada por Conexanet

(1976) D. Francisco Artacho Tapia-Fuentes - El Pregón

 

P R E G Ó N

Dignísimas autoridades, Agrupación de Cofradías, Señoras y Señores.

Permitidme, ante todo, que agradezca la presentación de Pedro Lanzat, de la que yo me quedaría con lo que tiene de brillante prólogo, para eliminar esos elogios, fruto del cariño y de la amistad.

La única condición valiosa de mi persona en estos momentos es, nada más y nada menos, que ser antequerano. Ser pregonero de nuestra Semana Santa -misión que me satisface y me abruma- y disfrutar de una bella oportunidad para conseguir eso que todos hemos deseado tantas veces, hablar del lugar que nos vio nacer sin que nos interrumpan, dejar que los recuerdos bullan en la memoria y nos hagan revivir  hechos y circunstancias que han definido una parte importante de nosotros mismos.

Es la gran ocasión de llamar al amigo, al paisano, incluso al desconocido y traerlo a nuestra ciudad para conducirlo a través de las tradiciones, historias y costumbres. Hacerle ver un detalle, identificarlo con un espíritu. Lograr que nuestras cosas calen hondo en su ser y pase de ser un simple espectador, a convertirse en protagonista activo y fervoroso de unas celebraciones con hondo contenido religioso y recia raigambre popular.

El pregón es uno de los más antiguos medios de comunicación social. Antes de que la letra impresa, el sonido o la imagen pisaran el acelerador informativo de nuestra civilización, el pregonero difundía las noticias y anunciaba los hechos importantes con el énfasis y el calor humano que hoy se pierde en aras de la prisa y la objetividad. El pregón es apasionado, exalta, llama, convoca... . La noticia es fría, escueta, descarnada... .

Le cabe al pregonero de este año la gran satisfacción de anunciar una Semana Mayor en la que van a desfilar todas nuestras Cofradías de Penitencia, excepto la de la Soledad y Santo Entierro, que dejan huérfano a ese Sábado Santo, ya desdibujado desde que dejara de ser Sábado de Gloria por reajustes de la liturgia.

Y quedaría satisfecho si mi pregón tuviera la fuerza de convocatoria, de llamamiento, que tienen en nuestra Semana Santa esos desfiles, únicos, de las armadillas, pregoneros de cada día que recorren nuestras calles, camino de sus templos, anunciando el acontecimiento de los desfiles procesionales y arrastrando tras de sí hasta a los más indiferentes.

Oidme todos: La muy noble y leal ciudad de Antequera se dispone a celebrar con fervor, pompa y boato, las fiestas religiosas que conmemoran cada año, la Pasión, Muerte y  Resurrección de Cristo. El gran misterio de la Redención, que da verdadero sentido a la vida del cristiano, va a rememorarse en nuestros corazones, cuando veamos desfilar a Jesús y a su Madre por nuestras calles, recordando aquel paso, dramático y real, por las calles resbaladizas y estrechas de Jerusalén, hasta llegar a la cumbre del Gólgota.

Mirad como el dolor se hace Divino en las carnes de Cristo. Mirad como se sublima el sufrimiento en cada lágrima de su Madre. Virgen de los Dolores que sufre junto a la Vera Cruz. El suyo es el Mayor Dolor, dolor sereno que infunde Piedad, Consolación y Esperanza, Consuelo, Paz y  Socorro. Advocaciones de esas imágenes de la Virgen María a las que cubrimos de oro, plata, terciopelos y joyas, como si quisiéramos mitigar la Pasión descarnada, envolviéndola con todo lo que nuestro cariño humano es capaz de dar.

Y siempre con los ojos puestos en la esperanza de la Resurrección. Hasta hace poco tiempo -veinte años, exactamente- no había en Antequera ninguna imagen de la Virgen bajo esa advocación de la Esperanza, tan tradicional de la Semana Santa andaluza. Ni tan siquiera había un solo manto de terciopelo verde que cubriera los hombros de Nuestra Señora.

Sin embargo, Antequera es una ciudad que siempre vive de cara a la esperanza. Un pueblo que se asoma a la Vega y escudriña los cielos y los campos, esperando el fruto de una tierra fértil que es su vida de cada día y de siempre.

Toda la Vega, surcada por caminos quemados de soles, es un inmenso manto al que la primavera tiñe de verde cada año. El bordado de su caserío se espesa, cuando el manto va recogiéndose en el pliegue sinuoso de las cuestas empinadas y se enriquece con las gemas preciosas de sus templos. Por encima, el Gran Orfebre que pone esa corona de filigrana en piedra que es la Sierra del Torcal.

Luego, el oro de los veranos y el ocre de los inviernos, para rebrotar de nuevo la esperanza de cada primavera y arropar con su manto verde los corazones de los antequeranos.

Los olivos de la Vega han enviado sus ramas a las manos de los niños que acompañan a Jesús en su entrada triunfal a Jerusalén.  Las palmas de tierras levantinas y los ramos de olivos andaluces forman un bosque de inocencia y candor que se agita, bullicioso, en torno a la Pollinica.

Son verdes, ahora, los mantos de las dos advocaciones marianas que desfilan por nuestras calles en los primeros días: María Santísima de Consolación y Esperanza y Nuestra Señora de la Vera Cruz, que acompañada de esa imagen de Cristo Verde, levantada sobre los hombros de la ilusión de nuestros estudiantes. Una ilusión que ha sido capaz de enlazar el pasado con el presente, al sacar a la calle la que fuera primera procesión que recorrió, tiempo ha, las calles de nuestra ciudad hacia el cerro de la Vera Cruz.

Verdes los ramos de olivo, verdes los mantos de las Vírgenes, verdosa policromía del Crucificado, verdes los campos... El pórtico de nuestra Semana Santa se ha abierto bajo el signo de la Esperanza.

Antes de llegar, por la Esperanza, a la gloria de la Resurrección, hay que andar el áspero camino de la Pasión.

El manto de la Virgen se torna luto en los Dolores, Azul oscuro de firmamento con presagios de noche en el Socorro, la Piedad y el Mayor Dolor. Rojo de Pasión en el Consuelo, Azul claro en la Paz, porque la paloma que la simboliza necesita un cielo limpio para desplegar su vuelo.

La imagen de Jesús del Rescate se recorta ya sobre el rellano arbolado de la Trinidad. Un Cristo que comienza la andadura severa, camino de la Cruz. Las manos enlazadas... .

 

“Una soga en su garganta,

otra liga su cintura

y otra en sus manos santas.

Son tan fuertes ataduras

que hasta a las piedras quebrantan”.

 

Ha sonado, popular, la primera saeta de nuestra Semana Santa.

Hay luto en las mantillas de blonda de nuestras mujeres, que se mecen al viento del atardecer junto a la capillita barroca de la Cruz Blanca.

 

Hay dolor en la madre que le acompaña.

Sufrimiento que se hace Mayor Dolor, “no hay dolor como su dolor” cuando contempla al Hijo caído, doblegado por la fuerza de los latigazos.

La plaza de San Sebastián, encaje de ladrillo, susurro de agua limpia, es un templo de silencio en la noche del  Miércoles Santo.

Cinco calles que afluyen, ríos de devoción, cinco sentidos que se concentran, torrentes de oración, cuando la imagen del Cristo flagelado nos mira fijamente.

La mano derecha levantada...  ¿Qué supremo gesto? ¿Que significado?

¿Es que quiere levantarse y no puede?.... No.  Es Dios y podría erguirse en un instante con toda la fuerza de su inmensa Majestad.

¿Es que pide a sus verdugos que atemperen el castigo?. No. Es Dios y sabe, porque así lo ha dispuesto, que ha de beber hasta la última gota del Cáliz amargo.

Esa mano levantada y extendida...  ¿No será una llamada, una invitación?

Venid a mí todos los que sufrís, los incomprendidos, los amigos de la justicia, los limpios de corazón, los misericordiosos...  El camino es difícil pero Yo os ayudaré a recorrerlo. ¿Por qué creéis que dejo abrir mis carnes al golpe de los latigazos?. Quiero que mi sangre sea bálsamo, ungüento suavizante que se extienda por toda la tierra como abono de una Redención fecunda.

La Virgen Dolorosa, la del Mayor Dolor, no puede mirar al Hijo. Eleva a las alturas el pozo profundo de su tristeza y el cielo lo llena de una serena aceptación. La mirada de la Virgen, clavada en el firmamento antequerano, recorre nuestras calles en un miércoles Santo de esparto y cera, silencio y penitencia.

¡Señor del Mayor Dolor que “habiendo amado a los suyos los amó hasta el fin”!.

 

Grandioso misterio de Amor: Jueves Santo.

La Semana que hoy me toca anunciar ha pasado, imperceptiblemente, un ecuador. Hasta ahora hemos visto, fervorosos, el esfuerzo reciente de unos hombres con tesón y coraje, que han sabido dar curso a una piedad de antaño.

La Pollinica, el Cristo Verde, el Rescate, el Mayor Dolor... Retoños primaverales que enriquecen con fuerza pujante de juventud, este antiguo y precioso caudal de nuestra Cofradías Penitenciales.

En conexión sutil y progresiva, el entusiasmo de hoy se funde con el reposado trabajo del ayer, que también las Cofradías antiguas realizan, cada año, un esfuerzo digno de alabanza, para mantener intactas las esencias remotas de nuestras procesiones.

Las túnicas más antiguas despiertan, en las arcas, de su sueño anual. Y despiertan también ancianas tradiciones, costumbres peculiares que dan a la Semana Santa antequerana una personalidad acusada.

Ahí tenéis la figura tierna del campanillero de lujo: andar solemne y envarado que se torna cansancio por el peso de los ropajes de larga cola y largo recorrido. Generosa campana de plata. Tirabuzones postizos que el tiempo ha hecho caer en un otoño de simplificaciones. Juegos de luz en el pecho de joyas con historias vetustas.

Detrás, junto a las andas, en misión de gran responsabilidad, el Hermano Mayor también luce ricas túnicas bordadas en oro y piedras que atesoran legados de antepasados.  A su voz, al impulso de sus órdenes, los pasos recorren, reposados, el camino previsto. Hay que salvar una esquina difícil, girar airosamente en la rotonda de San Luis o volverse de cara a una fachada para saludar a aquel cofrade antiguo, que tanto hizo por ellos o que, tal vez, hace poco tiempo que nos abandonó.

Se oye un fragor de pasos en el suelo que pone contrapunto al golpeteo arrítmico de las horquillas. El trono, en los descansos, se mantiene sobre un bosque de delgados maderos que abrazan con su extremo de hierro forjado, los varales de carga.

Al sonido de un timbre, al tañido de la campana, un golpe acompasado del pie sobre la base de la horquilla y el paso, sin la menor violencia, vuelve a posarse en los hombros recios de los hermanacos.

Caras curtidas por el sol y los aires de nuestros campos, corazones limpios, promesas amorosas, herencias familiares. El pañuelo más blanco en la cintura y el broche más valioso sobre el pecho.

Al final del desfile, cuando es mayor el cansancio, se exige el esfuerzo supremo: ¡A la Vega!.

Gran Rito de nuestra Semana Santa. Punto culminante, único, inimitable. Mi palabra se queda anonadada ante la de tantos poetas y escritores que han cantado, asombrados, ese espectáculo vibrante.

Los tronos en una carrera veloz por el plano inclinado de las cuestas, despliegan un vuelo ligero con las alas de las últimas fuerzas de los hermanacos. Esos hombres que han soportado, impávidos, el desfile cansino por las calles de asfalto, van a asomar sus ilusiones al ancho y verde campo.

¡Jesús! ¡Cristo doliente! ¡Nazareno!: Mira esos campos. Mira mis ilusiones, mi trabajo, mi pan. ¡Mira esos campos!. Yo no te pido nada. Sólo quiero que contemples, con tu infinito Amor, el esfuerzo y el cariño de cada semilla que mis manos afanosas depositaron en la tierra que me has dado.

¡María! ¡Madre de Dios! ¡Virgen Purísima!: Ahí tienes ese manto con verdes de Esperanza para que tus lágrimas, repletas de dolor, esparzan un riego fecundo de amores. Ahí, en esos campos, están nuestros quehaceres de cada día y de siempre. Asómate al balcón de un pueblo que te quiere y moja de Esperanza mi corazón ansioso.

¡A la Vega!. Ya no hay bordados ni terciopelos en la túnica del Hermano Mayor. Se ha caído la joya antigua del pecho del hermano de trono y se empapa de sudor el pañuelo más blanco que pendía en su cintura.

Sólo hay la fuerza descarnada de adornos, la energía contenida de una fe sin fronteras que es capaz de trepar por las cuestas sin sentir en los hombros el pesado contacto, que se hace carga ligera con la almohadilla del amor.

De pronto, un corazón dolorido se rompe en mil pedazos y brota, en un torrente, el lamento profundo de la saeta.

Andalucía se alegra con canciones, quiere con coplas, sufre con cantares.

El silencio infinito de la noche perforada de estrellas, se estremece en el eco vibrante de una voz que se quiebra.

 

En Antequera, la saeta tiene un algo distinto.

La saeta es más recta, más lineal, en las tierras llanas de Sevilla o de Córdoba. Aquí, la voz que sale del pretil de la Citarilla, del balcón del Portichuelo, entre las barandas forjadas de la Cruz Blanca o desde el rincón humilde de los Cerretes, se va y se viene, mecida por el vientecillo acerado y redondo que se carga en los montes con aromas serranos de romero y tomillo.

Un escalofrío recorre los corazones ardientes. El cansancio de la carrera violenta por las cuestas se desvanece, inerme, ante el vigor amante de un sentimiento hondo.

El dolor, la pasión, el amor de los hombres parece haber llegado a su más alta cima. Pero no. Todavía hay un momento, una cota más alta. Es ese quiebro insólito en el que la saeta que empezó en seguidillas se desborda en un ¡ay!, para emprender vibrante el tercio lacerado del son por martinetes. Es un vuelco que oprime, que atenaza, que hiere... . Y hasta la piel curtida del labriego paciente, se humedece con el fresco de una lágrima clara, presagio de las lluvias que mojarán sus tierras.

Sigue Antequera bajo el signo de la Esperanza. Bajo el Verde-gris manto de la Vega anchurosa que se riega con el llanto de una Virgen doliente y se abona con la Sangre de un Dios Crucificado que, desde el árbol de la Cruz pronuncia unas palabras: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

En pleno apogeo del sufrimiento, cuando el dolor ha llegado a la expresión más grande, se derrama a borbotones la Misericordia divina, que va a templar nuestra aflicción a través de María, Consoladora de los Afligidos.

 

Misericordia y Consuelo.

Las puertas parroquiales de San Pedro se han abierto, empujadas por las últimas luces del atardecer.

Un poco mas abajo, al final de la cuesta, y casi rozando los caños de agua clara de la fuente en la plaza de Santiago, también se abren las puertas del convento de Belén, en el patio recoleto flanqueado por jazmines.

Jesucristo atado a la columna y cargado con la Cruz. Más dolor para la Madre.

Los Dolores y el Consuelo. Negro de luto y rojo de pasión. Contrastes de calas, gladiolos y claveles blancos que se desbordan en un canto a la pureza, rubricando esa condición de Virgen Inmaculada que siempre expresara Andalucía hasta verla afirmada por un dogma solemne.

Venid a ver al Consuelo abrirse paso por la calle Santa Clara, cuando las fuerzas están intactas. A los Dolores por la esquina de la Carrera, con el decorado de la plazuela de las Descalzas y el telón altivo del Papabellotas.

Corred a la Vega  por la Cruz Blanca. Asomaros a los Cerretes por encima de las piedras milenarias de la cueva de Menga.

El barrio de San Pedro y el de Santiago. Los más labriegos, los más cercanos a las tierras calmas, se han hermanado en la misma ilusión y el mismo sentir.

Y este amor fraterno del Jueves Santo, tiene su prolongación en la tarde del Viernes, cuando los de Arriba y los de Abajo se unen en el abrazo de la amistad, de la caridad, del amor, olvidando rencillas y diferencias que son ahora, en el fondo, más coloristas que sustanciales.

El amor a la Virgen, por más antiguo, ha dejado más huellas en estas cofradías. Más empinadas sus cuestas, más pesados los tronos, más antiguas sus túnicas...  Están más bordados sus palios y sus mantos.

Dulce Nombre de Jesús, maravillosa palabra que invade de Paz  el alma del cristiano.

Recia carga la de una Cruz pesada que se aligera con el Socorro caritativo del Cirineo.

 

Paz y Socorro.

Socorred al que lo necesita, igual que el Cirineo ayudara a Jesús y será posible la Paz: en los corazones, en las conciencias, en los pueblos.

Paz y Socorro. Frutos maduros de una Pasión en la que el Niño Perdido, primer presagio evangélico, ha dejado su puesto a Cristo en la Cruz, última y sublime expresión del sacrificio.

 

La de Arriba y la de Abajo.

Ambas vuelan presurosas para llegar hasta sus atalayas, después de haber removido en las calles siglos de fe, amores ancestrales, piropos encendidos...

La de Arriba se ayuda en la subida con las alas de esos angelotes que flanquean la Santa Cruz de Jerusalén y remonta más el vuelo con el alegre batir del angelito que pende en su rico palio.

La de Abajo también trepa hasta su casa auxiliada con la premura alada y reconfortante de la paloma de plata, entre los azules limpios de terciopelos bordados.

 

Ya se han encerrado.

La madrugada trasparente de emociones sinceras echa la lleve del silencio a los portones de Santo Domingo y de Jesús, dejando agotadas en las plazuelas altas esas fuerzas que, por ser las últimas, fueron las más vigorosas.

Antequera enmudece en el compás silencioso del Sábado Santo.

La esperanza que abrió las puertas de nuestros corazones va a florecer en un canto fecundo de realidades.

 

¡Cristo ha resucitado!. Gloriosa afirmación de júbilo.

Repican a gloria las campanas de nuestros templos con sus voces distintas y sus ritmos cambiantes.

Las golondrinas y los vencejos dibujan pentagramas en la luz transparente de las alturas, para dejar colgadas las notas de sus cantos.

Maduran las espigas en los campos. Florecen las madreselvas ofreciendo su néctar a las abejas. Los jazmines humildes van a perfumar pronto los atardeceres y se embriagarán las noches con la esencia penetrante de las damas de noche.

Todo este concierto de esperanzas y realidades, de luz, aroma y color, se refleja en los ojos de la Virgen.

 

Por eso las Vírgenes de Antequera tienen los ojos grandes.

 

He dicho

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