Agrupación de Cofradías de Antequera

Plantilla creada por Conexanet

(1968) D. Gabriel Requena Escudero

 

PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE ANTEQUERA

 

 

PRONUNCIADO EN EL SALÓN DE PLENOS DEL EXCELENTISIMO AYUNTAMIENTO

AÑO DE  1.968

 

POR

 

D. GABRIEL REQUENA ESCUDERO

 


 

Datos biográficos de D. Gabriel Requena Escudero

Gabriel Requena Escudero, nace en la Ciudad de Melilla el día 23 de Enero de 1.932, trasladándose posteriormente a Algeciras por haber sido destinado su padre a esa población. En el 1.947, por el mismo motivo, la familia Requena fija  definitivamente su domicilio en Antequera.

Estudia Magisterio en Granada. En 1.952 realiza las primeras oposiciones como Auxiliar Administrativo al Excmo. Ayuntamiento de Antequera. Conseguida la plaza, alterna su trabajo con los estudios de Derecho, obteniendo su titulo por la Universidad de Sevilla, abriendo su despacho en la calle Mesones.

Realiza diversas oposiciones dentro la Administración Local llegando a ser Oficial Mayor del Excelentísimo Ayuntamiento de Antequera, cargo que desempeñó hasta su muerte y que sólo abandonó provisionalmente al solicitar excedencia especial al ser elegido Concejal del mismo Ayuntamiento.

Después de una largar y penosa enfermedad, fallece en Antequera el día 20 de Junio de 1.987.

 


 

P R E G Ó N

Dignísimas autoridades, Agrupación de Cofradías, Señoras y señores.

“Amor con amor se paga”...  En este viejo aforismo del refranero castellano he de justificar mi presencia ante ustedes en un forzado empeño de complacer y satisfacer  a quienes, en un exceso de estimación, me han invitado a ocupar hoy este lugar de pregonero.

Y digo esto porque, aunque gratamente, me sorprendió por inesperada esta designación ya que siempre he considerado y considero que existen en Antequera y fuera de Antequera personas con mucho más merecimiento y facultades para ello.

Sin embargo, no he de negarlo, me agradó. Y no por lo que pudiera encerrar de vanagloria humana por estimarlo reconocimiento a unas dotes literarias que no poseo, sino porque así se me concedía carta de naturaleza de antequerano, no adquirida por nacimiento sino por adopción. Antequeranismo que ha sido forjado por el transcurso, día a día, de los veinte años que llevo de residir en esta bella población donde se han desarrollado para mí  los acontecimientos que dejan huella en una vida y la enraízan profunda y definitivamente en un lugar. Es cierto que no nací en Antequera, pero en esta población se consumó mi formación; en ella se desenvuelve mi vida profesional, y, sobre todo, en Antequera he creado un hogar y una familia en la que desde mi esposa al último de mis hijos son antequeranos.

Con estos precedentes, no pude en forma alguna rechazar el  honor que se me concedía, cuya aceptación consideré desde un principio como correspondencia ineludible a la hidalguía y hospitalidad del pueblo de Antequera.

No soy escritor ni poeta. En todo caso un intelectual práctico dedicado a mis quehaceres profesionales, con escaso o ningún tiempo que emplear en las satisfacciones espirituales de un intelectualismo puro que me apartara, aunque esporádica y momentáneamente de las muchas preocupaciones materiales de la vida real.

No obstante, empeñada mi palabra, aquí me tienen ustedes dispuesto a cumplir con la mejor voluntad y el más acendrado cariño la obligación que he aceptado de hacer el papel de pregonero de la Semana Santa de Antequera en este año de 1.968.- A ustedes pido la comprensión necesaria para suplir con su benevolencia mi falta de acierto.

ANTEQUERA Y SU SEMANA MAYOR DE 1.968

No es una fiesta más. No es uno de los festejos profanos que con mayor o menor frecuencia se repiten para la diversión de la gente y ebrio oscurecimiento de los sentidos. Es la conmemoración de un dolor. El homenaje que el espíritu rinde  a la obra de la Redención que culminó nuestro Señor Jesucristo con el duro tributo de su Pasión y Muerte.

Y que mejor forma de rendir este homenaje que seguir y sentir paso a paso, los sufrimientos y escarnios que padeció por nosotros el Hijo  de Dios hecho Hombre; compenetrarnos con ellos; captar el verdadero sentido y magnitud de la obra redentora. De aquí que el espíritu de religiosidad sea la directriz que preside todos cuantos actos se encaminan al mayor esplendor de esta conmemoración.

No podemos olvidar que el género humano, con sus debilidades, sus vicios y sus pecados, hizo necesaria la obra de la Redención. Que gritamos el “Crucifícale” no sólo ante el  Pretorio romano, en la algarabía ensordecedora de la multitud sedienta de sangre inocente, sino que constantemente, y en la clandestina complicidad del silencio más cobarde, seguimos pidiendo - día a día - la crucifixión y muerte del Cordero una vez y por siempre inmolado.

Por ello, esta conmemoración de la Semana Santa no es sino un acto de reconciliación y desagravio a Jesús y a su Santa Madre, por los dolores y sufrimientos que permanentemente les proporcionamos. Así debemos entenderlo.

El espíritu religioso de un pueblo viene directa e inmediatamente definido por su dedicación y atención al culto de Dios. Por su desprendimiento y entrega no sólo ideológica e intencional, sino económica y material representada en la riqueza de sus símbolos. Es suficiente la contemplación de las manifestaciones artísticas que integran el acervo religioso de un pueblo para detectar la intensidad de su sentimiento y de su fe.

Precisamente por los vestigios monumentales, pictóricos y escultóricos hallados, han descubierto los historiadores y han podido adentrarse los etnólogos en el espíritu religioso de las más primitivas civilizaciones.

Y ¡Qué decir de Antequera y de su acervo artístico-religioso!. Ciego habría que estar para no ver en sus maravillosos y monumentales templos, en las imágenes del más puro estilo y en la riqueza de los ornamentos sagrados que los hermosean, la fe ardiente de sus mecenas y patrocinadores y ¿por qué no? del pueblo entero que con sus limosnas cooperó e hizo posible el deslumbrante lujo y boato que los convierte en verdaderos museos donde celosamente se custodia el tesoro artístico de la ciudad.

Estas ricas manifestaciones artístico-religiosas no son obra de una generación, sino el resultado del espíritu que ha animado desde siempre a sus moradores.

La historia nos cuenta de la febril competencia sostenida por las familias de más noble linaje y alta alcurnia por alcanzar y conservar el predominio en el lujo y magnificencia de sus iglesias y cofradías. Competencia en la que participaban las propias comunidades religiosas, entorpeciéndose mutuamente y obstaculizando el establecimiento en la ciudad de nuevas órdenes que vinieran a disputarle el favor del pueblo.

Índice y exponente representativo de las luchas entre las comunidades de religiosos, celosas de que otras viniesen a privarlos de su lugar privilegiado en la generosidad del fervor del pueblo antequerano, es la sostenida durante lagos años entre los P.P. Franciscanos Terceros y los Dominicos.

Ambas órdenes habían pasado por serias y largas vicisitudes para establecerse y fundar sus conventos en la población, debido precisamente a la oposición de las más antiguas.

Allá por el año 1.527, los Franciscanos Terceros que, por la intervención directa de Fray Martín de las Cruces, habían fundado con anterioridad la ermita y monasterio de “Las Suertes” sito entre El Cañuelo y Torreárboles, a unos tres cuartos de legua de la ciudad, - y que luego se llamó de Los Remedios tras la milagrosa aparición de Nuestra Señora - decidieron construir un Convento en el Portichuelo, donde el Santo Fray Martín tenía su cueva y una humilde capilla-hospicio. Las restantes comunidades de religiosos se opusieron a este propósito, arguyendo que una sola Orden no podía tener dos establecimientos en la misma ciudad, lo que dio lugar al consiguiente pleito, cuya decisión, tras agotarse todos los recursos posibles, recayó en la Santa Sede y,  en vías de ejecución, digámoslo así, tuvo que intervenir el Ayuntamiento quien, mediando en la cuestión, ordenó la continuación de las obras bajo la condición de que la nueva sede no se denominara Convento, sino Colegio, decisión que fue aceptada por los P.P. Terceros, quienes se comprometieron a mantener en dicho edificio una cátedra permanente de filosofía, designándose a la nueva institución con el nombre de “Colegio de Santa María de Jesús”.

Poco tiempo después se organizó en este Colegio conventual la Cofradía del “Dulce  Nombre de Jesús Nazareno” cuya imagen era sacada anualmente en procesión al Cerro de la Cruz, coincidiendo con la festividad del Viernes Santo.

Los P.P. Dominicos, que ya habían intentado en otras ocasiones, y sin suerte, fundar en Antequera, dieron el golpe de gracia en el año de 1.586, estableciéndose, tras largo pleito sostenido con la Cofradía de Niños Expósitos de Nuestra Señora de la Concepción - hoy Colegio de las Huérfanas - en la actual Iglesia de Santo Domingo  y Convento de Predicadores.

Ni que decir tiene que su primera preocupación fue la de establecerse y extender su influjo espiritual en la población, mas una vez conseguido este propósito y estabilizada su situación, no dudaron en exigir el reconocimiento de todos sus derechos.

Entre ellos alegaban el privilegio, por reconocimiento pontificio, de que todas las cofradías que se crearan bajo la advocación del Nombre de Jesús, pertenecieran y estuvieran en los Conventos de Santo Domingo en cuantos lugares tuvieran fundación los P.P. Dominicos; y que, incluso en aquellos en que no hubieran fundado, pasaran dichas cofradías o hermandades con todos sus bienes a los referidos conventos, tan pronto como se establecieran.

Basaban este derecho en bulas especiales despachadas por los Pontífices Gregorio X y Pío V; y en la fundación de la Cofradía de este nombre en Burgos, año 1.564, por el padre Dominico Diego de Victoria, cuya constitución fue aprobada por el Papa Pío IV.

Sea como fuere, el efecto de esta pretensión fue enorme y sorprendente. Las anteriores disputas habidas entre órdenes religiosas quedaban olvidadas por infantiles ante el problema suscitado. Una Cofradía, la del “ Dulce Nombre de Jesús Nazareno“, creada, costeada y defendida a ultranza por los P.P. Franciscanos Terceros, del Colegio de Santa María de Jesús, era reivindicada como de su propiedad por los frailes de Santo Domingo, que habían llegado después.

El pleito fue largo. 19 años duró. Desde 1.598 a 1.617. Fue juzgado, suplicado y apelado. Se agotaron todos los recursos legales, interviniendo en su decisión el diocesano, el metropolitano de Sevilla, el Tribunal de la Nunciatura y la Rota de Roma.

Definitivamente, por unanimidad de todos los fallos, prevalecieron las bulas de los pontífices, decidiéndose que la cofradía con todos sus bienes, debía  ser trasladada al Convento de Santo Domingo. Así nació la Pontificia y Real Archicofradía del Dulce Nombre de Jesús y Nuestra Señora de la Paz.

Los P.P. Franciscano Terceros, una vez repuestos de la pérdida del pleito y de la imagen, crearon en el Colegio de Santa María de Jesús la cofradía de “La Cruz de Jerusalén“, hoy  Real Archicofradía de la Santa Cruz de Jerusalén y Nuestra Señora del Socorro.

Y he aquí como tras largos avatares, en los que intervinieron no sólo las referidas comunidades de franciscanos y dominicos, sino las más ilustres familias de Antequera, divididas en dos bandos que encabezaban respectivamente los Narváez y los Chacones, se inició la pugna noble y leal de las dos cofradías conocidas desde entonces con los nombres de Arriba y Abajo, que han rivalizado en generosidad y esfuerzo para aventajarse mutuamente en el lujo, riqueza y hermosura de sus desfiles procesionales.

Tanta pasión y ardor pusieron en su competencia estas cofradías, que según nos cuenta el historiador D. Cristóbal Fernández, autor de una Historia de Antequera editada en 1.842, el propio Monarca tuvo que intervenir en alguna ocasión prohibiendo las procesiones en Antequera como medida necesaria para evitar los desórdenes que entre sus partidarios se producían, prohibición por demás que tampoco pudo doblegar al pueblo que, pese a todo, continuó sacando sus procesiones.

Tales acontecimientos, disputas y litigios, no fueron sino secuela obligada del ardor bélico y religioso con que la nobleza de Antequera, adelantada en la empresa de la Reconquista, iba rescatando palmo a palmo los últimos bastiones que conservaban en España los seguidores de Mahoma, enquistados en el Reino de Granada.

El mismo afán de recuperar para la Cruz del Catolicismo los lugares n que un día la suplantara la media luna del Islam, se mantuvo, una vez arrojados los invasores de sus últimos reductos, empeñadas las nobles familias y sus seguidores en la entronización de sus advocaciones religiosas.

Fueron tiempos de espíritu guerrero y profundamente religioso, que justifican cumplidamente y de por sí las vicisitudes por que atravesaron las dos más antiguas cofradías de las que actualmente se conservan.

Mas aquellos tiempos se fueron, las espadas quedaron enfundadas durmiendo un largo y fructífero sueño de paz. El arte y la cultura encontraron en Antequera y en el generoso desprendimiento de sus hijos, campo propicio y abonado para las más diversas y ricas manifestaciones.

Los siglos XVI, XVII y parte del XVIII fueron testigos de la maravillosa realización arquitectónica que constituyen los templos de nuestra ciudad. La ornamentación de los mismos, coincidiendo con el auge de la orfebrería religiosa, dio lugar, en el siglo XVIII, a la creación en Antequera  del Colegio de Artífices Plateros, que ya con anterioridad tenían establecida una capilla a San Eloy - su patrón - en la Iglesia de San Agustín.

Esta escuela propiamente antequerana de orfebrería religiosa supo mantenerse en la pureza de su estilo, y aún en nuestros días se conserva, representada por la dinastía de los González, a cuyo iniciador Salvador González - más conocido por Salvador el Platero - discípulo y continuador de Francisco Durán, se debe entre otras muchas obras magnificas, la reconstrucción del paso de la Virgen del Socorro.

Fue importantísima la aportación artística de este gremio de plateros antequeranos a las iglesias de la ciudad, muchas de cuyas obras se lucen en los desfiles procesionales de nuestra Semana Santa, convirtiéndolos en exposiciones vivas de bellísimas joyas de un valor incalculable. Que decir, si no, de los tronos, palios, estandartes, cruces, coronas, broches y colgantes que hacen que Antequera, con orgullo, pueda competir en arte, riqueza y calidad, en la celebración de su Semana Santa.

En estas épocas de mayor tranquilidad, y en la paz del espíritu puramente religioso, fueron naciendo las restantes cofradías que, sin desdoro ni complejo alguno, completan un magnífico conjunto procesional.

Os pido perdón, si - perdido en los recovecos y encrucijadas de la historia de Antequera, casi me olvido de que este pregón corresponde al año de 1.968 y a su inminente Semana Santa. Pero un pueblo que tiene historia se debe a ella obligándose a continuarla.. A recibir la tradición de las generaciones pretéritas para entregarla, enriquecida, a las venideras. Cada generación se convierte en depositaria y transmisora de tradiciones. Es el tributo que ha de pagar el pueblo que se enorgullece de su historia. Hay que engarzar un nuevo eslabón que continúa la cadena. Y Antequera tiene historia. Una historia que ha sido la creadora, generación por generación, de su Semana Santa. Una Semana Santa que hemos recibido rica y pujante gracias al esfuerzo de las pasadas generaciones; y nuestra obligación es conservarla y mejorarla para también hacer historia.

El pueblo de Antequera no ha olvidado nunca su responsabilidad en la conservación de la herencia espiritual de sus antepasados. Y, sobre todo, su sentido religioso ha prevalecido contra cualquier movimiento político o social que pudiera atentar contra sus creencias. Es ejemplar y edificante - con rango casi de milagro - el hecho de que en una circunstancia histórica no lejana, en que en toda España las iglesias eran saqueadas e incendiadas y sus imágenes destruidas, no hubo en Antequera quien alzara una mano para destruir una imagen o incendiar una iglesia.

Aún se recuerdan, por  su valor anecdótico, expresiones como esta: “Yo soy ateo,... pero el que le toque a la Virgen del Socorro...”

Que gran honor este que corresponde a las últimas generaciones de antequeranos. Nos legaron, sí, una magnifica Semana Santa, pero el respeto y el amor es cosa nuestra. Algo que no siempre se hereda. Y gracias a esta respetuosa  veneración podremos legar a nuestros continuadores una Semana Santa aún mejor que la que recibimos.

Y henos aquí, como un año más el pueblo de Antequera, se apresta a dar nueva prueba de su devoción. Es Sábado de Pasión en el año cristiano de 1.968.

Ya ocupan sus tronos las imágenes. Con desvelo y amor las visten y adornan sus camareras. Un gusto refinado se descubre en el menor detalle. Los  cofrades se mueven nerviosos intentando corregir una falta que no existe. Todo les parece poco para su Cristo o  para su Virgen; y así preparan las cofradías sus procesiones, con dedicación plena y entusiasta. No hay acontecimiento o suceso en estos días, por importante, que pueda distraerles su atención. Las imágenes van a salir a la calle y han de lucir sus mejores galas... Así es que nos dispondremos a acompañarlas en su recorrido, deleitándonos en su belleza y embriagándonos con la divina emoción que embarga a los cofrades.

 

Síganme ustedes.

 

Es Domingo de Ramos. Lo más significativo y hermoso de este día es ser precisamente Domingo de Ramos. Jornada de alegría que aún nos oculta la tragedia. Representa el cálido y fervoroso recibimiento del pueblo que ama Jesús y que aún no piensa en el drama. Antequera también se prepara para recibirle, engalanadas sus calles con palmas y olivas que cobran relieve sobre una profusión de colgaduras.

El templo despliega las alas de su puerta y comienza el cortejo de niños con blancas túnicas, que llevan en sus manos las palmas bendecidas y en sus corazones la ofrenda de la pureza. Son los amigos de Jesús a quienes tanto ama.

La multitud contempla a Jesús y recibe la melancolía de su mirada. El pueblo aún no imagina la tragedia pero Jesús conoce la voluntad del Padre y la acata humildemente. De ahí su rostro acongojado... Aparece después el paso de “Jesús orando en el Huerto” y detrás su Madre “María Santísima de la Consolación y Esperanza”, que ya ha empezado a sufrir. Sigue la procesión su recorrido mientras el pueblo, que recibió gozoso a Jesús, se ha entristecido y se le une en el dolor de la Pasión, que empieza.

El Santísimo Cristo de la Buena Muerte, o “Cristo Verde” de los Estudiantes, es la Cofradía más joven por su fundación, si bien no podemos olvidar que sus imágenes ya pertenecieron a una de las más antiguas cofradías de la Ciudad, la “de la Sangre”, que, como su nombre indica, fue de flagelantes y tuvo su lavatorio en la capilla de Jesús Nazareno que hoy ocupa el Cristo en la Iglesia franciscana de San Zoilo, conocida actualmente por “San Francisco”, de donde sale esta procesión el Lunes Santo.

Sus portadores no son hombres maduros de tez curtida y músculos endurecidos bajo el sol de nuestros campos. Son jóvenes estudiantes que han creado su cofradía y se afanan cada año en mejorarla. La antigua devoción al Cristo de la Buena Muerte y Nuestra Señora de la Vera Cruz se ha rejuvenecido al contacto afectivo de sus tiernos cofrades, lo que les hace gozar de una gran simpatía en sus desfiles procesionales.

Apretujados entre la multitud devota de “Nuestro Padre Jesús del Rescate”, vamos a asistir a la salida de su procesión de la Iglesia de la Santísima Trinidad, la tarde del Martes Santo.

Esta cofradía, relativamente moderna, goza en el pueblo de un fervor extraordinario. Constituye así mismo una nota de variedad dentro de la línea general de las procesiones. Acompañan a Jesús y a Nuestra Señora de la Piedad un número ingente de devotos, hombres y mujeres, sin vestir de penitentes, lo que garantiza la devoción de los acompañantes. La densa neblina de las velas que se consumen da a los tronos un aspecto grandioso que los hace flotar en el espacio. Penitentes descalzos, arrastrando cadenas o cargados con pesada cruz, comparten el sufrimiento del Señor del Rescate a lo largo del itinerario.

Siguiendo el orden procesional, llegamos al Miércoles Santo. La procesión del  Cristo del Mayor Dolor y María Santísima del Mayor Dolor, con salida de la Parroquia de San Sebastián, matiza esta celebración con la nota respetuosa del orden y el silencio de los penitentes. Es verdadera devoción la que lleva a sus hermanos a vestir la túnica. Hombres e incluso mujeres, ocultando su rostro y personalidad con el antifaz del capirote y el anonimato del silencio que guardan, acompañan estas imágenes que son las de mayor valor artístico que salen en nuestra Semana Santa. El Cristo del Mayor Dolor, en humillante inclinación recogiendo su túnica después de ser flagelado, así como nuestra Señora del Mayor Dolor, son obras que nos hacen sentirnos orgullosos del paisanaje de su autor, Andrés de Carvajal, quien trabajó con fecundidad en su estudio de la calle del Gato, a diferencia de otros imagineros antequeranos que, ausentados y desligado de su tierra,  no dejaron en ella rastro alguno de su arte.

Es sorprendente el gusto y tacto con que se ha adaptado al estilo antequerano, el trono que para el Cristo adquirieron sus cofrades en Sevilla.

En su conjunto de arte y devoción, esta procesión es una maravillosa realización que imprime carácter a la Semana Santa de Antequera.

Adentrádonos aún más en la Santa conmemoración, asistimos a la celebración litúrgica de uno de los tres días más grandes del año. Jueves Santo. Las funciones religiosas de este día invitan al recogimiento y meditación. No sé si influidos por este sentimiento, nos parece hoy más sublime el desfile procesional. Los desnudos muros de la Iglesia de San Pedro parecen elevarse aún más hacia el cielo, mientras esperamos en la plaza del Triunfo la salida de los pasos. El ruidoso murmullo de la multitud se convierte primero en un silencio absoluto cuando aparece el Cristo de la Misericordia, y después en una exclamación jubilosa que se transforma en clamor de admiración  cuando asoma, bajo el pórtico, el paso de la Virgen del Consuelo. Siguen los vítores entusiastas cuando, a la voz de mando del Hermano Mayor, se alza de un sólo tirón el magnífico y pesado trono de la Virgen, empujado más por la fe que por los músculos de los hermanacos.

Y es que la Virgen del Consuelo tiene su aire. Esta procesión contribuye a la mayor brillantez de nuestra Semana Santa, precisamente porque proporciona variedad al conjunto cofradiero. Su estilo, dentro de conservarse en la línea tradicional, mantenida con gusto y sensibilidad, presenta ciertas tendencias al modo de Sevilla y Málaga, dando agilidad y destreza a la ornamentación de sus pasos.

Emotivos resultan los “encuentros”  de los pasos de la Virgen y el Cristo de la Misericordia, al llegar a la altura del edificio de San Luis y antes de continuar el recorrido por calle Cantareros. Los perfectos giros de los pesados tronos arrancan los aplausos de la concurrencia enfervorizada que, desde allí, se dirige presurosa a la Cruz Banca, para presenciar y alentar los “estirones” de los pasos en su vertiginosa subida “a la Vega”.

Llegamos al Viernes Santo. Es día grande en Antequera, y sus calles aparecen abarrotadas por la abigarrada multitud de sus comarcanos. El campo se ha despoblado. Sale la Virgen de la Paz y nadie quiere perderse el espectáculo. Sin embargo, todos evocan con nostalgia aquellos otros Viernes Santo en que se daban cita en las calles de Antequera la Virgen de la Paz y la Virgen del Socorro. Aquel “encuentro” de las dos Cofradías en la Plaza de San Sebastián con el emparejamiento de sus pasos y el abrazo de confraternización de sus respectivos Hermanos Mayores. Escena de emoción incontenida que hacía brotar las lágrimas a propios y extraños.

En este año tampoco se repetirá esta escena. El pueblo confía en que será el próximo. Antequera se lo merece y nos consta que las directivas también lo desean.

Espectáculo hermoso, privativo de nuestra Semana Mayor, como prolegómeno emocional de la salida de las procesiones, es el desfile de la “armadilla”, al que vamos a asistir en este Viernes Santo, pues aunque precede y anuncia la salida de todos las procesiones, es motivo que no cansa y siempre gusta.

Han llegado las bandas de música. El rítmico estruendo de cornetas y tambores nos lleva a ocupar un lugar preferente en las aceras. A paso de marcha desfilan ante el pueblo los cofrades y  hermanacos por riguroso orden procesional. Los Hermanos Mayores lucen sus espléndidas túnicas bordadas en oro; los tarjeteros llevan las pesadas y ricas insignias de las Hermandades, y el tesoro artístico de las cofradías, a excepción de los tronos, pasa ante nosotros como premisa de lo que va a ser la procesión.

Desde la casa del Mayordomo, se dirigen al templo en busca de sus imágenes que, a punto, y con vestidura de fiesta grande, los esperan. Tal vez por eso caminen tan deprisa.

La Plaza de San Sebastián es un hormiguero humano. En la Cuesta de Santo Domingo y calle del Viento la gente se retrepa en las paredes porque quiere ver de cerca la salida de los pasos, los zagales más atrevidos se suben a lo alto de la “citarilla”.

Las puertas del Templo se han abierto, y los Hermanos Mayores girando nerviosos en torno a los “pasos”, revisan los últimos detalles, repitiendo una y otra vez las instrucciones a los hermanacos.

Es un momento difícil. El trono se eleva, y la sacudida del pesado palio, con su obligado balanceo, deja sin respiración a la concurrencia que, tranquilizada cuando ve a la Virgen en lo alto premia el esfuerzo de los hermanacos y la habilidad del Hermano Mayor, con clamorosos vítores.

Ya está la procesión en la calle descendiendo la empinada Cuesta de Zapateros. El pueblo fervoroso la ve pasar ahora y luego a lo largo de su recorrido. Una saeta rompe el silencio de la noche, y la Virgen o el Cristo se detienen para recibir el homenaje. Mientras, bengalas multicolores proyectan sus luminarias arrancando destellos a la rica pedrería del manto de la Virgen.

La procesión sigue el recorrido en busca de su Templo, y al llegar a la Plaza de San Sebastián, a la vista de la Cuesta de la Paz, una electrizante sensación se apodera de todos. Los hermanacos, que han agotado casi sus fuerzas en el largo recorrido bajo el peso de los tronos, adquieren un extraño vigor. Es la “Vega”. Hay que subir la cuesta que termina a las mismas puertas de la Iglesia; mas no lentamente; hay que estirarse. Y al grito unánime de “a la Vega”, los pasos suben la cuesta a marchas forzadas, acompañados del delirio de la multitud que corre tras ellos.

Esto sí que es privativo de nuestra Semana Santa. Hay que tener fe para intentar este esfuerzo final. Y con sinceridad, creo que, después del largo recorrido procesional, no podrían los hermanacos subir corriendo la cuesta si no llevaran con el trono el estimulante de la fe.

Colofón adecuado de nuestra Semana Santa es la procesión del Santo Entierro de Cristo y Nuestra Señora de la Soledad. El respetuoso silencio que distingue a este desfile es la saturación y condensación del espíritu religioso vivido durante toda la semana. Presidida por la Corporación municipal bajo maza, acompañan al Santo Entierro una amplia representación de cada cofradía. Todos unidos por el dolor. Este es el fruto de la Redención.

Que esta unión entre los hombres perdure, para que no se pierda el fruto de la Redención, ha de ser nuestro deseo permanente. Y que la fe que une al pueblo de Antequera al celebrarse esta santa conmemoración, lo mantenga unido por siempre en el quehacer  histórico de su continuidad y progreso.

Muchas gracias.

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