Agrupación de Cofradías de Antequera

Plantilla creada por Conexanet

(1957) D. Román de las Heras Espinosa

Cartel de Francisco Velasco


 

PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE ANTEQUERA

 

PRONUNCIADO EN RADIO ANTEQUERA

LA NOCHE DEL SÁBADO DE PASIÓN DE 1.957

 

POR

 

 

D. ROMÁN DE LAS HERAS ESPINOSA.

 

 

 

LOS DATOS BIOGRÁFICOS DEL AUTOR, APARECEN REFLEJADOS EN EL PREGON DEL AÑO 1.951.


P R E G Ó N


Cuando no ha muchos días recibí la honrosa invitación de la Agrupación de Cofradías, para ser pregonero de la Semana Santa antequerana, me faltó energías para declinar honor tan inmerecido, y, ahora, me sobra temor cuando trato de dar cima al propósito, porque tengo la convicción de que, si la cadena se quiebra por lo más débil, en la fabricada por el estro insuperable de quienes en años anteriores realizaron de modo brillantísimo y admirable el cometido que en el actual se me encomendó, el eslabón que yo pueda elaborar, habrá de ser, entre todos, el único de suyo endeble y quebradizo.

Me falta la personal autoridad que debiera acompañarme, para hablar de las más excelsas solemnidades de nuestra religión, que viene a culminar en Antequera en los días incomparables de su Semana Mayor, y traigo por ello a recuerdo las palabras de Fray  Luis de Granada en trance como éste, y que en mi son de certera aplicación: “Para hablar  de este misterio de la nuestra Redención, verdaderamente yo me hallo tan indigno, tan corto y tan atajado, que no sé por donde comience, ni donde acabe, ni que deje, ni que tome para decir”.

Por eso, al evocar el acto celebrado en este mismo lugar hace exactamente seis años, acto en que yo también interviniera y que después ha quedado convertido en el ya acostumbrado o tradicional Pregón de la Semana Santa de Antequera, quiero deciros como entonces: Porque sé cuan limitada es mi capacidad para cumplir tan honrosísimo encargo, os pido me escuchéis como la voz anónima de un antequerano cualquiera que sólo aspira a exteriorizar unos pensamientos; y ojalá supiera poner el escalofrío del entusiasmo en los espíritus, y encadenar con la mágica rienda de la elocuencia todos los corazones.

¡Atención, pues, señora y señores!.

Oíd, españoles todos: vosotros, descendientes de Pelayo, iniciadores del poema fraccionado de la Reconquista que, durante ocho siglos vase formado con hilos de sangre, que salen de las montañas y de las grutas de los eremitas, creciendo hasta formar arroyos y remansos en cuyas márgenes crecen los concejos  y las behetrías, los gremios y las Cortes, y los cruzados y los percheros, y los infanzones, enlazados por los fueros, los códigos, los poemas y los romanceros; vosotros, pueblos audaces y viriles como las breñas de vuestras cántabras montañas, junto a las cuales España se pega fuertemente contra la pared de nieve de los Pirineos, y cual león acorralado, desde allí zarpazo tras zarpazo, rechaza extranjeras invasiones; vosotros, pueblos vascongados que enriquecisteis al mundo con el fundador del más formidable Ejército Espiritual que conocieran las Edades, Iñigo de Loyola, como si hubierais entrevisto bajo la neblina de humo de vuestras factorías, el que la Catolicidad pedía su existencia; vosotros, laboriosos hijos de la fecunda tierra catalana; vosotros aragoneses que en el Pilar zaragozano tenéis el altar de la Patria y el templo de la Hispanidad; vosotros, pueblos del litoral levantino, enjoyados por el Mare Nostrum y  vuestros campos de vergel paradisiaco, alfombras de flores;  vosotros, los nacidos en la señorial Extremadura, tierra de conquistadores y aventureros que parecen sestear bajo la fronda broncínea de los encinares; vosotros, los de la leal Navarra, fuertes como el roble del Norte para defender la integridad de las benditas tradiciones españolas; vosotros, pueblos castellanos y leoneses, solares de la  nobleza y de la mística, tierras a veces vencidas por las gloriosas extenuaciones de la maternidad; vosotros, los de esa Galicia con campos de esmeralda, donde no se sabe si el océano penetra en la tierra para deleitarse ante la vivencia de paisajes de ensueño, o si es el paisaje quien llama  al océano ansioso de que le invada en abrazo de impaciente posesión nupcial; vosotros, pueblos de esta tierra de María Santísima que es Andalucía, donde el perfil romano y clásico está hasta en la vieja calzada, que como un río de recuerdos imperiales y de vestigios sacros, tuerce su curso de piedra por entre los olivares béticos y jienenses, descendiendo hacia la vega de Granada para ver allí alborear un Nuevo Mundo, con el que la Historia Universal fuese posible; oíd, pueblos  todos de España; oíd, españoles de todas las latitudes, la voz de un antequerano que intenta llegar a vuestros corazones, para que, abiertos  como la flor al rocío, sintáis como en Antequera  se siente el drama de la Pasión y Muerte de Jesús, el gran misterio de la Redención del género humano,  la reverente y amorosa compasión de la Víctima Inocente, fuente de la Vida; para que os entreguéis como se entregan los antequeranos a Cristo clavado en la Cruz, o como se estremecen al contemplar la amargura infinita de su Divina Madre en la ruta dolorosa del Calvario.


La Historia de todos los pueblos, y de todos los sistemas e ideas que han pasado por el entendimiento humano, llega en último término a esta disyuntiva inexorable: Teología o  Zoología; volar o arrastrarse.


Y  para volar por las rutas que llevan a la Verdad y a la Vida, sólo sirven las alas de la fe, de la que enseñan los teólogos, es una Luz que sacándonos de entre el amasijo de verdades, dudas y errores que enturbian nuestra existencia, nos indica donde está la Verdad, siendo también faro que muestra el puerto de la Vida. Pero esta fe es además hábito, y como aquella luz, igualmente sobrenatural. De igual manera (salvando las distancias entre lo divino y lo humano) que el artista de la pintura mientras más ejercitase en su arte, va descubriendo nuevos matices en la gama cromática, y el virtuoso de la música, cultivando el pentagrama, encuentra nuevas armonías en la gama sonora, el creyente mientras más practica y se entrega a la Fe, más espléndidamente va satisfaciendo esa necesidad de nuestra naturaleza o tendencia irresistible de nuestro espíritu, que es la Religión. Y no se trata de algo así como un monólogo, o tendencia sin fin y sin objeto. La Religión es correspondencia; gravitación mutua de la tierra hacia el cielo, y del cielo hacia la tierra; el punto de intercesión donde encuentran, el hombre con sus tristezas, lacras y arrepentimiento, y Dios, que desciende con sus bondades, para fundirse con aquél en un abrazo de amor. Mas la Fe no es producto de la tierra, sino donación del Cielo, que hay que buscar de rodillas y rindiendo el corazón, porque sólo la plegaria y el amor son capaces de conseguir los regalos de Dios.


¡Y qué admirablemente, supo la ciudad antequerana conseguir a través de los siglos, el regalo de Dios!


¡Dios te salve Antequera, llena eres de gracia...!;  la gracia de tu religiosidad acrisolada e inextinguible, sol de tu vida, piedra angular de tu existencia, que están proclamando tus treinta templos, muchos de ellos joyas de arte, donde la pátina de los siglos puso miriadas de crepúsculos. “Desde el gran templo extraordinario y rico, desde retablos en movimiento, donde los ángeles tocan o danzan, los santos marchan, las columnas vibran, hasta iglesias parroquiales quietas y blanqueadas, pobrecitas pero tan ricas, y ya en los límites temporales, desde monumentos renacentistas, hasta las más movidas complicaciones del barroco, se hallan aquí. Quien haya entrado en cualquier iglesia conventual, en tiempos de Jubileo y horas de poca concurrencia, habrá sentido llamar a su corazón un calor, como el calor de la casa vivida por generaciones y generaciones, el rumor de tanta oración como han albergado las bóvedas, que han acabado por perder su trascendencia material y ser oración ellas mismas, pura oración...”, con que Antequera alcanzó y conserva, esa donación del Cielo que es la Fe.


Pero la fe antequerana, no es la del apóstol caminero que sólo creyó después de palpar la llaga del costado de Cristo, sino la fe del apóstol vehemente que creyó cuando el Señor se revelaba y traslucía en Emaús, por la manera de partir el pan; no la fe de la cima del Thabor, que cree  ante la luminosa evidencia de Cristo transfigurado, sino la fe del Calvario que,  ante la muerte, la ruina y el desastre, vuelve por los caminos obscuros, diciendo: ¡Verdaderamente este era el Hijo de Dios!.


La fe antequerana, tiene su exteriorización más perfectas en famosas Cofradías de  Penitencia, de ascendencia franciscana y dominica, la más antigua de aquel siglo XVI en que España dióse a sí misma un contenido propio, declarándose defensora de los valores substanciales del catolicismo, aquella centuria en la que los españoles tropezaban con frecuencia en la tierra de tanto mirar al Cielo; Cofradías que son, manifestación pública de culto, sublime representación de las afrentas y dolores de Jesucristo, donde Antequera da expansión a sus fervores, hoguera de amor, ardiente como un sol, prolífero como sus olivares, espléndido como su vega;  y lo hace creando los pasos de la Semana Santa, en que vuelca toda su opulencia, pues todo cuanto tiene, riquezas, personalidad, estirpe, señorío y hasta garbo, lo coloca en esos artificios que son trono y altar, y a la vez, carrozas triunfantes que en delirio de amor ha  labrado para que Jesús, en unión de la Santísima Virgen, recorra la Ciudad como Vencedor Inmortal, sobre el fragante suelo antequerano, donde en esos días inolvidables, el aire es caricia, la luz color inigualable, las calles camino de penitencia, las torres de sus iglesias penitentes silenciosos, y la voz de la ciudad, cadencia y compás de esa gran saeta unánime por todos entonada, que canta y a la vez llora, la Pasión cruenta de Cristo y los acerbos dolores de su Bendita Madre.


Antequera conoce y siente, cuanto es esencial en el misterio de la Redención; sabe que el Hijo de Dios vino al mundo para redimirnos, y lo ve traicionado por Judas, despreciado por Herodes, atado a una columna donde le azotan, con una caña y una corona de espinas para mofa y escarnio de su Realeza, caído bajo el peso de la Cruz en la que es impíamente sacrificado; y sabe estaba acompañado en su agonía: de las Santas Mujeres que representan la compasión; de San Juan, emblema de la inocencia; de María Magdalena, pasionaria de amor, símbolo de arrepentimiento; y sobre todo, de una Mujer que nunca abandona y jamás olvida; de una Madre, que en la tragedia del Calvario, más fuerte que todas las heroínas y de más recio temple que todos los mártires, permaneció, vencedora del dolor, al pie del madero infamante donde moría el Hijo, entre las angustias de la más acerba de las muertes, que consiste en experimentar todos los dolores de la muerte sin poder morir.....


Porque sabe todo esto el pueblo antequerano, su fina y exquisita sensibilidad motiva, le brote del alma un sentimiento de reverente y amorosa compasión por el Verbo Humanado que padece y muere, con otro de resuelta animadversión y repugnancia hacia la turba deicida, y,  a través de las saetas donde pone el corazón, rechaza a Caifás y Anás, astutos y perversos; desprecia a Pilato, cobarde y egoísta; y maldice de Herodes, frívolo y pusilánime, entregándose conmovido ante Cristo y su Madre, para que la saeta sea como suave perfume de grave y reposada tristeza que llega al alma; estrofa de amor que canta a las Imágenes en tono melancólico y apasionado, difícil de señalar con claves y notas, porque es suspiro y oración de un alma, que hace pública profesión de fe y pide perdón para sus extravíos; cantar rimando por el cadencioso paso de los penitentes y el vibrar de los argentado varales, entre las alegres notas de cornetas y tambores  que contrastan con la música fúnebre evocadora de penas y amarguras, con los acordes y lamentos funerarios del fagot y del óboe que van como llorando. Por eso, cuando en nuestros desfiles procesionales va hendiendo el aire con sus alas sonoras, esa golondrina de amor y de dolor que es la saeta, al salir del corazón de los antequeranos, nidal de amores a Jesús y  a  María, compadece:


La corona del Señor
no es de rosas y laureles,
que está tejida de espinas
que le traspasan las sienes;


o súplica


Madrecita no abandones
a quien llora tu dolor
y pone en una saeta
entero su corazón;


o es copla que modula acongojada, con expresión de fe sentida:


Las lágrimas de María
son lágrimas de dolor;
las lágrimas de su Hijo
son lágrimas de perdón;


o expresa hasta el duelo de la naturaleza:
Estrellas del Viernes Santo
tienen pálida su luz:
son como gotas de llanto
por la muerte de Jesús,


La Semana Santa de Antequera es fruto de la Contrareforma, en la que el artista sólo con su fe, la fe de aquellos tiempos, convierte un trozo de madera en esas veneradas imágenes que desfilan por nuestras calles, mostrando el sacrificio que redimió a la Humanidad; donde el arte barroco, punto culminante de la curva que parte del Renacimiento, amoral y pagano, para declinar hasta el racionalismo de la llamada Ilustración, está traspasado de teología, enfrentando el delirio imaginero con la iconoclasta sobriedad protestante, y oponiendo al jansenismo, la orfebrería, el encaje, el bordado, los mantos, los tronos, los pasos en suma.


En nuestra Semana Santa se admira esa fuerza íntima arraigada en el propio ser, creadora del  verdadero estilo; frente al clásico de las formas pesadas, aquellas otras de sabor barrocas, “todo música y pasión”, donde los ángeles tocan o danzan, los santos marchan; dorados tronos, maravillosas obras de talla, que adornan guarniciones de plata repujada; suntuosidad de palios y mantos recamados en oro y salpicados de pedrerías; todo ese secular estilo antequerano, tan único e impar que hasta luce espléndidos en las vestimentas de penitentes, mayordomos, campanilleros, abanderados  y tarjeteros exhibiendo inapreciables obras de vieja orfebrería con motivos de la Pasión del Señor; y sobre todo, ¡oh gubias de gloriosos imagineros locales, que quedásteis inmortalizadas!, Santas Imágenes, no excesivamente rígidas y de líneas severas, sino con gracia de formas y acentuado humanismo, que recrean y enfervorizan al contemplar: en Nuestro Padre Jesús del Rescate, al Cautivo que libera al mundo; y en el Señor del Mayor Dolor, a Cristo después de la flagelación en el Pretorio, imán de amores para los hijos de esta tierra, pues que de haber alguno que así no sienta, será por la razón que reza.


Si alguien te alza la mano
o te ofende Jesús querido,
te juro Señor Soberano
que ése no hubo nacido
bajo el cielo antequerano;


y que dejan absortos ante los Divinos Nazarenos con la Cruz sobre los hombros, o el Santísimo Cristo de la Misericordia que, sujeto al Madero Santo, adelanta el pecho para que la lanza parta el corazón y convierta la herida en cráter divino por donde sale un río de amor, como dice la musical estrofa del clásico:


Si tienes la desgracia de mirarte,
muerto a la fe y a los amores muerto,
ven a resucitar al encontrarte
con ese Cristo atarazado y muerto,
con los brazos en cruz para abrazarte
y el corazón para quererte abierto;


y que inspiran los más fervorosos sentires con la visión maravillosa de las Vírgenes: cuando deleita el espíritu el caudal de ternura que irradia la Virgen del Consuelo; o cuando se percibe, como un hálito de amor y anhelo en el rostro bellísimo, primor doloroso hecho suspiro, de la Virgen de la Paz; o se contempla el señorío de la pena, silencioso y tejido con lágrimas benditas, que se anuda y sube del corazón a la garganta en la Virgen de los Dolores; o se admira a las almas rendidas impetrando socorro para las necesidades e inclemencias, de una Madre Celestial, compendio de todas las hermosuras de la materia y de todas las bellezas del espíritu, pura como la primera luz que destrenzó su cabellera de resplandores sobre el Universo, mi Virgen del Socorro; o cuando en la noche del Sábado Santo, después que la ciudad entera se ha hecho ruta, borde y ladera de tanto divino caminar, Cristo muerto va en la Sagrada Urna, y hace brotar de almas atribuladas una súplica a los hermanacos que le llevan:


Que no rocen a Jesús
ni el hálito del candor
ni el pétalo de la brisa
¡que va muerto por amor!


y meditar ante las angustias de la Madre que sigue al Hijo:


Virgen de la Soledad;
yo también puse una espina,
sobre la frente divina
del Sol de la Humanidad.


Es difícil hallar la fórmula con que definir la Semana Santa antequerana, en virtud de la cual la ciudad se transforma en templo, sin dejar de ser ciudad. Yo creo que radica su esencia en la fidelidad a lo teológico: porque basta considerar como los Nazarenos y los Crucificados van siempre delante, ya que Jesús es el primero en el dolor, ganando la Gracia con su sangre, en tanto que la Virgen, su Madre, camina detrás, llorando por Él, y distribuyendo aquella por ser Mediadora Universal, bajo palios de áureos bordados para que no vea llorar las estrellas, y, prendidas joyas del pecho, pues que la dijo el Ángel que estaba llena de Gracia; porque tras el Divino Nazareno con la Cruz sobre sus hombros o clavado en el Madero Santo, queda una huella de ruta divinizada, de horizonte en que hay... Dolores, Consuelo, Paz y Socorro, en gracia de Dios.


Antequera, ciudad mariana por excelencia, quiere que la Virgen tenga un agradable tránsito por la calle de Amargura en la vía lacerante del martirio del Hijo; le ofrece el supremo recreo terrenal de la vista, oro, bordados, sedas, plata, terciopelos, joyas...; la deleita con emotivas melodías; y, como todas las flores de sus jardines son mísera ofrenda para el caminar de la Madre de Dios por las calles de la Ciudad, ésta la envuelve con el impalpable aroma de esas otras flores inmarchitables que brotan de labios trémulos en oración,  y todo lo entrega a la Reina y Señora para que sufra menos en su ruta dolorosa del Calvario. Y su delirio de amor a María, ha hecho que en nuestras procesiones sea llevada en paso de palio clásicamente antequerano, con perspectiva única visto de frente, que parece un sueño cuando pasa de lado, y es recuerdo inolvidable por detrás. Por delante es luz, es oro, es la ilusión, es visión celestial que llega por la calle; de lado, María Santísima que camina de perfil, más bonita que nunca a través de esos juncos cincelado que son los varales de plata; y por detrás, delicias de los ojos y del corazón, con el regio manto que se alarga, desde la corona de la Señora hasta la cabeza de los hermanacos, iluminado temblorosamente por los candelabros y dejando tras sí estela de reflejos. Para mí, que nuestros pasos de palio son a manera de un condensador de aire, que al pasar abierto por las calles purifica el espacio, quedando todo él en Antequera estremecido, lleno de reflejos y de aromas, de latidos de  Vírgenes, con esa belleza, con esa gracia, con esa alegría y ¡con ese garbo!,  con que sólo las Vírgenes antequeranas van en un paso de palio. Y ¡la que está en los Cielos! Que así deben pasearla los ángeles en la Gloria.


Quien así no quiera verlo, quien así no quiera comprendernos, que cierre sus ojos al resplandor purísimo de la auténtica verdad antequerana; que camine por la orilla insegura de su escepticismo bajo el aire nebuloso de la duda, o que busque un nuevo Sinaí, donde recibir un alma nueva, sencilla y luminosa, con la que poder caminar dignamente por esta Antequera pasional, donde constituye pecado imperdonable, el no ir en los días señalados de estas solemnidades augustas, como cogidos de la mano misma de Cristo y haciendo de nuestra propia sangre, como soñado pañuelo de levísimos encajes, con que poder consolar el llanto de la Reina de los ángeles y de los hombre.


Sobre la Vía Dolorosa de Antequera, siempre existirá el Cristo y la Virgen de la particular devoción de cada uno; y una voz que cante, y un corazón que sienta, y todos los ojos unidos en una misma mirada y en una idéntica contemplación, que incendie de goce celestial las alas de nuestro espíritu; que llueve de flores nuestro más limpio sueño, y que va repitiendo a cada paso, cómo lo que estamos contemplando, es poema maravilloso y perfecto que el pueblo antequerano ofrece cual  fidelisima interpretación de la Pasión Redentora,  en la que la mujer antequerana tiene su simbólica intervención, pues ella es, quien toca con sus manos temblorosas el cielo mismo de nuestro más limpio amor,  cuando viste y enjoya nuestras imágenes, al ejercer su cargo de camarera.


Yo no sé describir el desfile de nuestras procesiones, ni hablar de los sentimientos que suscitan en los antequeranos; que ello constituye algo tan espiritual,  tan íntimo y al mismo tiempo tan vario, que sería inútil pretender hacerlo con el alado  instrumento de la inteligencia y el corazón, que es la palabra, aunque estuviera engalanada por los acentos más elocuentes o inspirada por el alma soñadora de  un poeta. Su grandeza sólo sabe sentirla el corazón, sin que acierte a expresarla el labio, y como entre lo que se siente y lo que se dice hay la misma diferencia que entre el alma y las veinte y cuatro letras del alfabeto, evoquemos, antequeranos, más con el corazón que con el pensamiento, esos momentos únicos y sin par en el mundo, en que ha terminado ya el desfile de las Cofradías y éstas van de regreso al cobijo de los templos.


Evocad sobre todo la noche del Viernes Santo, en que la Virgen de Arriba trepa al Portichuelo, con esa majestad tan soberana que parece arrancarla de la tierra, elevando su solio a las alturas. Evocad ese momento, cuando las ascienden rápida por la atrevida cuesta, entre el clamor de admiración y de entusiasmo de la compacta muchedumbre, entre plegarias y vítores; salpicada la noche por la luz de los cirios temblorosos y los mil luceros con que el Cielo la obsequia; las tinieblas vencidas por las bengalas, que, trémulas, se agitan con los penachos de sus resplandores; el trono deslumbrando con su prodigiosa talla, y en el peto y en la corona sagrada los reflejos de ricas pedrerías;  y del semblante purísimo de la Señora, donde todas las miradas se clavan, un pueblo ahelando recibir consuelo que mitigue sus dolores y pesares, un pueblo que con júbilo desbordado la canta y arrulla con cariño y alabanza:


Brillan luceros y estrellas,
sale el sol, sale la luna,
es de noche y es de día:
hasta las sombras alumbran,
que va pasando María


¡Es verdad Madre mía; es verdad Socorro nuestro, lo que dice ese cantar!. Porque eres, Antequera en razón y fondo, Antequera en requiebro, Antequera en su más auténtico perfil; y para los antequeranos, ¡el Cielo mismo hecho luz y Caricia! Porque es así, al evocar el regreso a tu templo  después de perfumar con tu Gracia las calles de Antequera, y de haber abierto el Cielo de par en par sus puertas sobre el Portichuelo, convertido por Tí y para Tí en antesala de la Gloria misma, este pobre pregonero de toscos decires, que, ya no tiene el regalo de la presencia viva de la santa mujer que fue su madre, en la tierra, pero si su recuerdo perenne al hilo de la oración, y que lleva


duelo en el corazón... .
llanto en los ojos


te implora con el alma a flor de labios:


Rosita de mis rosales,
rosita de Jericó,
por el dolor que tu sufres
ten piedad de mi dolor.


La Semana Santa antequerana no es un acierto de Agencia de viajes, ni hallazgo folklórico para atracción del turismo organizado, sino exaltación maravillosa de la fe de un pueblo en Dios, cuya grandeza brilla desde el Septentrión  hasta el Mediodía, y canta desde el murmullo de la brisa hasta el retumbo del océano que vibra en su arpa de espumas y corales el himno hirviente de la tempestad, y proclama desde las regiones donde bebe sus encantos la aurora hasta aquellas otras en que muere el sol envuelto en el sudario de arreboles del atardecer; la fe de un pueblo en la Cruz del Redentor, que extiende sus brazos abiertos por toda la redondez del planeta: por Europa, patria de la cultura; y por Asia, cuna de la humanidad, y por África, misterio del porvenir, y por América, que tiene empenachada de volcanes su cordillera andina, y hasta por las islas todas de ese archipiélago gigante llamado Oceanía, mundo roto en pedazos y arrojado por la mano de Dios en medio de las soledades del Pacifico.


Como dije hace seis años y repito ahora, ya que la verdad siempre es la misma: No hay, no, grandeza más selecta que aquella que se infunde en el espíritu predispuesto y le arranca del solar material para elevarlo a las regiones del ideal más puro, cual acontece en esta Ciudad, de la que bien pudo decirse: Una vida demasiado viva, sólo pueden darlo dos cosas en el mundo, lo sobrenatural, cuando nos invade en rutas de divina gracia, y lo tradicional, cuando se condensa como en la MUY NOBLE Y MUY LEAL CIUDAD DE ANTEQUERA, tierra de hospitalidad y archivo de cortesía, que en su maravillosa Semana Mayor enseña a todos el dogma esencial de nuestra Religión; el camino que conduce a lo Celeste y a lo Eterno, camino sembrado de mundos y de soles, a veces obscurecido por las nubes sin rocío del dolor, pero que lleva hacia la Jerusalén Celestial donde moran los santos y brillan los luceros.

¡Así es, señoras y señores, la Semana Santa de Antequera!

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