Agrupación de Cofradías de Antequera

Plantilla creada por Conexanet

(1951) D. Román de las Heras Espinosa

 

PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE ANTEQUERA

 

 

PRONUNCIADO EN RADIO ANTEQUERA

LA NOCHE  DEL SÁBADO DE PASIÓN DE 1.951

 

POR

 

D. ROMÁN DE LAS HERAS ESPINOSA.

 


 

Datos biográficos de D. Román de las Heras Espinosa

D. Román de la Heras Espinosa nace en Antequera, en la casa número 87 de la calle del Infante Don Fernando, el día 16 de Octubre del año de 1.904, del matrimonio formado por D. Román de las Heras del Arco y  Dª. Rosario Espinosa Perea.

Terminados sus estudios de bachillerato, se licencia en Derecho en la Universidad de Granada, tenía entonces treinta y siete años; se colegia en el de Antequera, ejerciendo con despacho propio  en la casa de calle Carrera número 14. Más adelante en el tiempo, colabora con otros letrados con los que comparte despacho, como ocurrió con D. Ricardo Ron Jaurregui, D. Agustín Zurita Chacón y D. José Rosales García.

Paralelamente a su profesión de abogado, se manifiesta como prolífico escritor y orador, colaborando con diversas publicaciones de aquella época como es el caso de  Forja, revista del Frente de Juventudes; Juventud, hoja editada por las Juventudes de Acción Católica de la Parroquia de San Sebastián; Pedro Espinosa, órgano del Instituto que lleva este nombre; Boletín Informativo de la Sociedad Excursionista Antequerana, El Sol de Antequera y charlas por Radio Antequera. Entre estos escritos conocidos que podemos calcular en cerca del centenar, destacamos dos pregones de Semana Santa, el del año 1.951 y el del año 1.957, los dos emitidos por las ondas de Radio Antequera, Visión de la Semana Santa de Antequera, Divagaciones sobre la Semana Santa y La Pasión en las letras andaluzas.

A los 43 años de edad contrae matrimonio con Dª. María del Carmen Jiménez del Solar con la que tuvo 3 hijos. Fallece en Málaga el día 17 de Junio del 1.969.

 


 

P R E G Ó N

De atrevimiento inusitado podríais tachar mi presencia en este sitio, si yo, el primero, no comprendiera que no debo ocuparlo, porque puede la luciérnaga dar su tenue brillo entre las penumbras de la noche, pero debe ocultarse cuando únicamente ha de ser tachón de sombras para las jornadas luminosas que se avecinan.

Mas no me trajo la osadía, sino el requerimiento del Presidente de la Agrupación de Cofradías, mi buen amigo Paco Ruiz  Burgos, cuyo antequeranismo entusiasta debiera servir a muchos de modelo, para que sea pregonero de la Semana Santa de Antequera.

Y porque sé cuán limitada es mi capacidad para cumplir tan honrosísimo encargo, os pido me escuchéis como la voz anónima de un antequerano cualquiera  que sólo aspira a exteriorizar unos pensamientos; y ojalá supiera poner el escalofrío del entusiasmo en los  espíritus y encadenar con la mágica rienda de la elocuencia todos los corazones.

¡ Atención, pues, señoras y señores!

Los pueblos, como los molinos y los odres, tienen su solera; estabilidad de existencia que constituye una fuente de energías y de sentimientos puros, pues toda sociedad que se basa en lo inestable agota pronto sus riquezas sentimentales y sus valores morales. Tal solera es la Tradición, en la justa acepción del vocablo; no cual vejez decrépita, retroceso o anquilosamiento, sino como río de limpias aguas que sigue su curso inalterable a través de las edades; vehículo que en el decurso de las centurias pasa de generación a generación, el patrimonio de la estirpe, el impulso generador de las grandes empresas, los pergaminos del pueblo, la personalidad y la acción; un caudal de glorias y energías comunes; algo así como la substancia viva del pasado; yo diría que la espuela de oro del ideal clavada en los ijares del corcel de la civilización.

Antequera, ciudad de gloriosa historia esmaltada con romances y leyendas a semejanza de esas familias linajudas que conservan en el tallado arcón de sus tesoros queridos (entre ricas telas de holanda y damascos brocados) las preseas de sus mayores, guarda y continúa la personalidad y la estirpe; el ideal religioso le es tan substantivo que integra piedra angular para la estabilidad de su existencia, y esta ancestral catolicidad la hace pueblo prócer que, semejante a los molinos y a los odres, posee rica solera.

En los tiempos de epopeya, cuando en el poema fraccionado de la Reconquista “ dejó de ser plaza fronteriza de los moros, su piedad y riqueza atrajo sucesivamente diversas órdenes monacales, que, con el auxilio de la ciudad y las dádivas de la nobleza, fundaron magníficos conventos y templos, muchos de ellos verdaderos monumentos de arte religioso. Durante los siglos XVII y XVIII, se desarrolló el periodo de mayor actividad constructiva, levantándose también soberbias casas señoriales, hermosos modelos de arquitectura civil que dan a esta ciudad el tono de noble abolengo, de sobria y severa elegancia que la distingue” donde una tradición piadosa fue tejiendo las capas concéntricas del ambiente, hasta impostar las piedras de sus iglesias y capillas votivas con el vaho bendito de ese algo impalpable e incoercible que es belleza y misterio, poesía y fe. Y la semilla esparcida por la ciudad después de su Reconquista, dio como fruto la fundación de sus famosas Cofradías de Penitencia, de ascendencia franciscana y dominica, la más antigua del siglo XVI; que nacen para oponer al protestantismo y otras herejías,  negadores de la maternidad divina de la Santísima Virgen y proscribiendo el culto a las Imágenes, la oración colectiva y pública en santa hermandad, con vocación pasionista que venía determinada, no sólo por un fundamento teológico y una tradicional devoción, sino además por la hondura y delicadeza del sentimiento popular.

Fundamento teológico, en razón de que aquellos cofrades de antaño sabían, al igual que nosotros, que reverenciar la Pasión de Jesucristo es tanto como exaltar el dogma esencial de nuestra Religión, la Encarnación del Hijo de Dios en un Mesías pobre y humilde, para, precisamente, por los sufrimientos y muerte en la Cruz, salvarnos y redimirnos; y fue por este sacrificio y por esa Encarnación, por lo que la Teología Judaica y el pueblo deicida de Israel negaban la Realeza y Divinidad de Jesucristo.

Tan no querían reconocer al Salvador en un hombre pobre y humilde, víctima resignada, que de los propios relatos evangélicos conocemos las desviaciones que había tenido en la mentalidad judía el cauce majestuoso de la obra mesiánica.

Mas lejos de significar, como afirmaban los doctores de la Ley Judía, esta muerte de Jesús la pérdida de su doctrina, es entonces cuando la Cruz patíbulo de ignominia se convierte en Sol, sin eclipse y sin ocaso, que por los caminos del mundo ha de alumbrar la expansión sublime del Cristianismo, porque muere Jesús, pero nace su Iglesia.

Y desde ese momento ya nada puede detener la influencia de la Cruz, que dividió la Historia de la Humanidad en dos vertientes espiritualmente antípodas; y ni el contubernio del judaísmo y paganismo fue bastante a impedir la universalidad de la Religión Cristiana, que con su Decálogo, con su Símbolo y con su Sermón de la Montaña, unió las almas, los entendimientos y los corazones; porque a la Cruz se enreda esa trepadora de la Civilización, donde se han abierto todas las flores de cultura y de progreso que perfumaron el mundo.

Mas como el hecho portentoso de la Redención era el fruto que cosechaba la Cruz, el recuerdo de la Pasión tenía que manifestarse en el decurso de los tiempos, cual la más hermosa devoción cristiana, y, como somos seres racionales, es decir,  que jamás sentimos hartura de verdad, de justicia, de amor, y por el camino de la vida marchamos continuamente desposados con el ideal, ese ideal religioso que no es patrimonio sólo de poetas y artistas, si que también la característica del género humano, plasmó aquí en estas Cofradías antequeranas, manifestación pública de culto, sublime representación de las afrentas y dolores de Jesucristo, que atraen y emocionan, donde Antequera da expansión a sus fervores, hoguera de amor, ardiente como un sol, prolifero como sus olivares, espléndido como su vega; y lo hace creando los pasos de la Semana Santa, donde vuelca toda su opulencia, pues todo cuanto tiene, riquezas, personalidad, estirpe, señorío y hasta garbo, lo coloca en esos artificios que son trono y altar, y a la vez, carroza triunfante que en delirio de amor ha labrado para que Cristo, en unión de su Madre, recorra las calles y plazas de la Ciudad como Vencedor Inmortal, y por eso a nuestros pasos les sigue el pueblo siempre por las calles, porque su fina sensibilidad motiva, que brote en su alma un sentimiento de reverente y amorosa  compasión por la Víctima Inocente, fuente de la Vida, entregándose conmovido ante Cristo clavado en la Cruz, o al contemplar la amargura infinita de la Divina Madre; porque existe algo que viene a ser como el ara donde se enciende el fuego que da aliento a las Cofradías antequeranas, y es nuestro hogar, donde se trasmiten de padres a hijos esos sentimientos, rimándolos con el trajín diario de nuestras vidas; porque la imagen o la fotografía del Cristo o la Virgen que venera cualquier antequerano, está siempre en el puesto de honor del rincón más íntimo de la casa, si no es que se encuentra sobre la mesa del trabajo y próxima también a nuestro lecho, para recoger la plegaria de la noche y la primera alabanza de cada día.

Yo no sé describir el desfile de nuestras procesiones, ni hablar de los sentimientos que suscitan en los antequeranos; que ello constituye algo tan espiritual, tan íntimo y al mismo tiempo, tan vario, que sería inútil pretender hacerlo con el alado instrumento de la inteligencia y el corazón, que es la palabra, aunque estuviera engalanada por los acentos más elocuentes o inspirada por el alma soñadora de un poeta; sólo sé decir que esa gama de contrapuesta y distintas emociones que todos sentimos, presenciando en su recorrido de penitencia a una Cofradía cualquiera, y que las percibimos como prendidas en el espíritu, entre añoranzas de recuerdos familiares y de tradiciones queridas, forman el alma misma de la Ciudad, que, parece, encarna en sus Cofradías, cuando ya en plena calle, entre luces y flores, entre las alegres notas de cornetas y tambores, que contrastan con los acordes graves y solemnes de la música fúnebre, evocadora de penas y amarguras, en medio del bullicio y agitación de la multitud, producen los más varios y complejos sentimientos: a unos, sorprenderá el derroche de riquezas; a otros, nuestra fantasía meridional que diríase ha creado formas nuevas para el Arte Sacro; muchos, quedarán absortos al contemplar en el Señor del Mayor Dolor  a Cristo después de la flagelación en el Pretorio, o a la Imagen del Divino Nazareno con la Cruz sobre sus hombros, o a Jesús clavado en el Madero Santo, que lleva abierto por una lanza el corazón, para que, como las aves se refugian en sus nidos cuando la tempestad estalla, a ese corazón, nidal de amores, corran a refugiarse los hombres en todas las tempestades de su existencia; y todos, sentirán el estremecimiento del dolor, contemplado los ojos arrasados en lagrimas de su bendita Madre.

En la Semana Santa antequerana se admira esa fuerza íntima arraigada en el propio ser que crea el verdadero estilo; frente al clásico de las formas pesadas, aquellas otras de sabor barroco, “todo música y pasión”, donde los ángeles tocan o danzan, los santos marchan, los argentados varales vibran; dorados tronos, maravillosas obras de talla, que adornan guarniciones de plata repujada; suntuosidad de palios y mantos recamados en oro y salpicados de pedrería; todo ese secular estilo antequerano, tan único e impar que hasta luce espléndido en las vestimentas de penitentes, mayordomos, abanderados y tarjeteros exhibiendo inapreciables obras de vieja orfebrería con motivos de la Pasión del Señor; y sobre todo, Santas Imágenes, no excesivamente rígidas y de líneas severas, sino con gracia de formas y acentuado humanismo, que recrean y enfervorizan, cuando se percibe como un hálito de amor y anhelo en el rostro bellísimo de la Virgen de la Paz;  o se contempla el señorío de la pena  que se anuda y sube del corazón a la garganta en la Virgen de los Dolores; o se admira a las almas rendidas impetrando socorro para las necesidades e inclemencias, de una Madre Celestial, compendio de todas las hermosuras de la materia y de todas las bellezas del espíritu, pura como la primera luz que destrenzó su cabellera de resplandores sobre el Universo, mi Virgen del Socorro; o cuando

 

mudas están las campanas

y tristes están las flores,

que es Viernes Santo y ha muerto

el Amor de mis Amores......

llevado en la Sagrada Urna, y hace de la calle, templo, donde el silencio, saturado de misticismo ante las angustias de la Madre que sigue al Hijo, nos hace meditar

Virgen de la Soledad;

yo también puse una espina

sobre la frente divina

del Sol de la  humanidad.

Y es nota que también singulariza a nuestras procesiones, esos hermanacos que a la fe religiosa, unen entrañables afectos de la vida, porque esos pasos que llevan sobre los hombros, mientras Dios le dio fortaleza o vida, fueron llevados por sus padres, y antes por sus abuelos; suceso que ellos, con orgullo y arrobo, oyeron referir muchas veces en el hogar allá por los días lejanos de la niñez, que les proporcionó luego la emoción inolvidable de sentirse alzados en los brazos de su madre, para ver pasar aquel nazareno tan entrañablemente suyo, y a los que el cariño y la imaginación infantil convertían  en figura  casi sobrenatural; recuerdos que les van acompañando y convierten en grata carga la que llevan, por cuanto les depara la dicha de saber que al doblar la esquina o al regresar al templo, alzados también en brazos o puestos en primera fila, les aguarda su hijo, y su mirada se va a cruzar con la de unos ojos candorosos en los que resplandece la admiración que más pudiera ambicionar, y en los que asoma un alma imbuida de su fe de cofrade, que estremece las fibras de su espíritu, y lo entregan a su Cristo o a su Virgen.

Muchas veces, al contemplar las inmaculadas de Murillo o de Rivera, los ángeles que la portan en su Asunción me han parecido celestes hermanacos, y recíprocamente en la Semana Santa de Antequera, al reintegrarse los pasos a sus Iglesias, en la loca carrera cuesta arriba, esos humildes hombres se me figuran ángeles que transportan a María en su arrebato de  dolor por la Pasión de Cristo.

Antequera quiere que la Virgen tenga un agradable tránsito por la calle de Amargura en la vía lacerante del martirio del Hijo; le ofrece el supremo recreo terrenal de la vista, oro, plata, bordados, sedas, terciopelos, joyas...; la deleita con emotivas melodías; y, como todas las flores de sus jardines son mísera ofrenda para el caminar de la Madre de Dios por las calles de la Ciudad, ésta la envuelve con el impalpable aroma de esas otras flores inmarchitables que brotan de labios trémulos en oración, y todo lo entrega a la Reina y Señora para que sufra menos en su ruta dolorosa del Calvario.

Tal vez algún crítico superficial se atreva a decir que en nuestra Semana Santa hay poco espíritu devocional o algo de espectáculo mundano, con tanto alarde de riquezas y no mucha tristeza. Decidle a quienes tal aseveren, que ni nos conocen ni nos entienden, que esas manifestaciones de riquezas son gratas a los ojos de Dios, porque grato fue a Jesucristo la presencia de la pecadora del Evangelio en casa de Lázaro y que, con escándalo de Judas, pero como testimonio de su fe, rompiera el vaso de alabastro y derramara aquel rico perfume de nardos, tan sólo para ungir con él los pies del Divino Maestro.

Podrán darse defectos que deban ser corregidos, pero esa especie de júbilo que en momentos determinados se observe, no es más que la alegría espontánea y sana del que va a gozar con la obra de su amor, y por eso, al ver nuestras Imágenes en las calles, luciendo esplendorosas todo cuanto en su honor costó desvelos, sacrificios y generosidades de generaciones antequeranas, se siente ese júbilo que nuestro temperamento meridional manifiesta a veces con vehemencia de expresión, sobre todo si es para honrar a la Santísima Virgen, porque la Virgen es nuestra Madre y a las madres, en esta tierra andaluza de juventud perenne y donde la Primavera llama a las puertas del tiempo presurosa por  derramar su alegre luminosidad, los hijos les dedicamos siempre las más hiperbólicas alabanzas y los mas bellos donaires.

Quizás invertimos la liturgia, en contraste con las penitencias y austeridad de la Cuaresma, con la severidad de los tupidos morados que celan imágenes y altares, pero es que nuestro ser y los sentires más puros del  corazón sufre impaciencia por la Resurrección  Gloriosa del Hijo de Dios y van anticipando el grito jubiloso del Aleluya.

Evocad, señores, cuando ha terminado ya el desfile de las Cofradías y éstas van de regreso al cobijo de los templos; evocad sobre todo la noche del Viernes Santo, en que la Virgen de Arriba trepa al Portichuelo con esa majestad tan soberana que parece arrancarla de la tierra, elevando su solio a las alturas. Evocad ese momento, cuando la ascienden rápida por la atrevida cuesta, entre el clamor de admiración y de entusiasmo de la compacta muchedumbre, entre plegarias y vítores; salpicada la noche por la luz de los cirios temblorosos y los mil luceros con que el cielo la obsequia; las tinieblas vencidas por las bengalas que, trémulas, se agitan con los penachos de sus resplandores; el trono deslumbrando con su prodigiosa talla, y en el peto y en la corona sagrada los reflejos de ricas pedrerías; y del semblante purísimo de la Señora, donde todas las miradas se clavan, un pueblo anhelando recibir consuelo que mitigue sus dolores y pesares; y en medio de nota de arte tan sublime, hendiendo el aire con sus alas sonoras, esa golondrina de amor y de dolor que es la saeta; unas veces, suplicando

Madrecita no abandones

a quien llora tu dolor

y pone en una saeta

entero su corazón;

 

otras, cual copla de una voz que modula acongojada, con expresión de fe sentida:

 

Las lágrimas de María

son lágrimas de dolor;

las lágrimas de su Hijo

son lágrimas de perdón;

 

o siendo, canto y arrullo de cariño y alabanza:

 

Brillan luceros y estrellas,

sale el Sol, sale la luna,

es de noche y es de día;

hasta las sombras alumbran,

que va pasando María.

 

Y es que asomarse al alma de Antequera, por el pórtico de la gloria de la Virgen del Socorro, constituye un miraje trasparente de arcilla inmaculada, que tiene como atenuante: luz de Calvario, de Cruz de Jerusalén; Árbol divino, del que ha hecho cimiento único el orden social, porque la Cruz es Autoridad; y su cátedra, los sabios, porque la Cruz es Ciencia; y su Tribunal, los magistrados, porque la Cruz es Justicia; y su plectro los poetas, porque la Cruz es Inspiración, y su numen los artistas, porque la Cruz, es Belleza.

No hay, no, grandeza más selecta que aquella que se infunde en el espíritu predispuesto y le arranca del solar material para elevarlo a las regiones del ideal más puro, cual acontece en esta Ciudad, de la que bien pudo decirse:  Una vida demasiado viva, sólo pueden darlo dos cosas en el mundo, lo sobrenatural, cuando nos invade en rutas de divina gracia, y lo tradicional, cuando se condensa como en la MUY NOBLE Y MUY LEAL CIUDAD DE ANTEQUERA, tierra de hospitalidad y archivo de cortesía, que en su maravillosa Semana Mayor enseña a todos el dogma esencial de nuestra Religión; el gran misterio de la Redención del género humano; el camino que conduce a lo Celeste y a lo Eterno, camino sembrado de mundos y de soles, a veces obscurecido por las nubes sin rocío del dolor, pero que lleva hacia  la Jerusalén Celestial donde moran los santos y brillan los luceros.

¡Así es, señoras y señores, la Semana Santa de Antequera!

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